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«En el fin del mundo, desea encontrar su amor 

y que con él vuelva al paraíso.

Miles de años y miles de noches, él no puede creer en la luz...

Pero su frío corazón está empezando a latir de nuevo».

* * *  

El viajero arribó una mañana de invierno, su cabeza estaba cubierta por un gorro de lana gruesa y oscura que hacía juego con su traje, su capa y sus ojos. El reino helado del que hablaba toda la gente del exterior se extendía ante él, blanco y gélido. Las malas lenguas hablaban de un príncipe de hielo que vivía en el castillo y buscaba una doncella que rompiera su maldición... 

Caminó por las calles adoquinadas y escarchadas, su aliento formando leve vaho al salir por entre la bufanda gris. Todas las ventanas estaban cerradas y el pueblo parecía estar muerto, imaginaba que con ese frío nadie quisiera salir. Sin embargo, aún a lo lejos, fuera del castillo la gran fila de viajeros y doncellas que venían de lugares lejanos se extendía a lo largo de los amplios jardines de nieve, el océano congelado detrás lanzaba destellos por los tenues rayos de sol que se colaban por la nubes grises ocasionalmente. 

Aquel lugar era hermoso, debía admitirlo, pero él no estaba allí para aquellas tonterías. Para él, ese era solo un reino más para acercarlo a su destino... y ya estaba tan cerca. Desde que decidió recorrer el mundo, se había topado con muchísimas cosas extrañas, leyendas vivientes y maldiciones latentes. Ese era solo un fragmento de ellas. 

Se detuvo a descansar en una posada, su pesada maleta le proveyó de ropa limpia y tomó un baño caliente para después dormir un poco. Se levantó pasado el mediodía y se dirigió a una taberna para tomar algo de alcohol y comer carne, pan y queso, antes de emprender su camino de nuevo, quizá una cerveza de mantequilla le caería como anillo al dedo, hacía mucho que no la probaba. 

—¿Te has enterado? —Comentaba un hombre regordete, su cara de rata queriendo aparentar misterio. El tabernero, un hombre alto y de gran barba desaliñada le miró interrogante—. El príncipe se ha desmayado hoy en palacio. Los reyes echaron a todos y mandaron cerrar las puertas. 

—¿No estarás mintiendo, Pettigrew? 

—No, no Aberforth —Aseguró—. Al parecer la señorita Pansy, hija del teniente Parkinson, le dijo que era solo comparable a un témpano, que jamás encontraría pareja con esa soberbia suya. Qué era un engreído y un soberano... imbécil.

El tabernero se mostró incrédulo.

—¡Pero esa es una gran ofensa! —Exclamó mosqueado, como si fuera él el afectado—. ¡Es nuestro príncipe, le debemos respeto!

—El rey la disculpó por petición del propio príncipe —Reveló el hombre—. Aunque este estaba muy mal, según me cuenta mi hermano, el mayordomo que estaba de turno en la mañana. Le ha dado un ataque al parecer... pero no es la primera vez.

—¡Un ataque! —Aclamó a voces el hombre, sobresaltando a todos—. Pero válgame... no puede ser... Su Majestad es tan bueno... ¿Por qué Dios le ha mandado a un único hijo enfermo? ¿Quién reinará cuando...? 

Guardó silencio, como temiendo lo peor. La sola idea le turbó y se estremeció, limitándose a limpiar un vaso con un trapo. El viajero se encontró poniendo tanta atención que había dejado su cerveza enfriar.

—El príncipe no está enfermo —Todos miraron a una mujer rubia y estirada, un poco vieja, que se encontraba escondida hasta entonces en las sombras. Nadie había reparado en ella, a pesar de que su labial rojo carmesí era un imán natural. Cuchicheaba y había estado escuchando todo en completo silencio—. Está maldito...

Corazón HeladoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora