¿Cómo había sido posible que ella llegara a ese extremo? ¿Cómo su perfecta vida había acabado en semejante caos?
Apenas podía controlar el temblor de sus manos, mientras el policía se paseaba de un lado a otro por el inmenso recibidor de su propia casa. Era un hombre alto, grueso, de escaso cabello en su coronilla que, de tanto en tanto, brillaba por la luz proveniente del exterior.
La mansión blanca, cómo solían llamarla sus vecinos más próximos, estaba silenciosa, fría y a oscuras; sólo la iluminaba la débil luz de algún relámpago que se colaba por las ventanas, mientras del otro lado de sus paredes la lluvia torrencial se precipitaba sobre ella. Hacía mucho tiempo que no se veía una tormenta cómo aquella por esos lugares, en donde lo normal era que no lloviera durante meses. Parecía un presagio de la tragedia. Un escarmiento divino.
— Señora Bellini.
— ¡Señorita! —lo corrigió ofendida. ¡Tan vieja se veía!... a lo que había llegado. Pensó con molestia.
Gabriela Bellini era de estatura media, vestía unos jeans rotos a la altura de las rodillas y zapatillas blancas. Como hacía frío, se abrigaba con un largo saco gris oscuro.
— Señorita Bellini, su vecina, la señora Martelli, llamó para avisar que había ruidos extraños en su casa. Y como son las... —Miró su muñeca, completando luego la frase—. Las 3.42 de la madrugada se preocupó.
— Me imagino —susurró de forma irónica. Por suerte el hombre no le estaba prestando atención. Su mirada se dirigía hacia las ventanas que daban al jardín posterior.
— ¿Está todo en orden?
— Por supuesto. Estaba por acostarme —dijo la mujer, pero algo en sus ojos grises delató que mentía.
El robusto hombre uniformado frunció el ceño y se dio la vuelta. Los años al servicio de la comunidad le habían otorgado un olfato sobrenatural... podía oler la mentira. Sus compañeros, que solían temerle, lo llamaban Dogo. Apodo que no sólo se debía a su olfato, sino que hasta se parecía a uno.
— ¿No hay luz aquí? —dijo, apretando el interruptor.
— No, se ha cortado en todo el vecindario. Por la tormenta, supongo.
— Sí... ¿Se encuentra sola en la casa?
— Claro —balbuceó ruborizándose, mientras le dedicaba todos los insultos posibles a la anciana vecina. Empezaba a impacientarse, sólo quería que el hombre uniformado se largara de su casa.
Y como para indicar y confirmar que mentía, un fuerte ruido se escuchó proveniente de su derecha.
— ¿Segura? ¿Qué fue eso? —dijo el hombre, preocupado.
Tomó su linterna y la encendió. Sin decir nada, pasó directamente al salón. Allí todo estaba en calma. Era una sala espaciosa, decorada al estilo moderno, con un televisor gigante en el centro, encima de una chimenea que jamás se usaba. El lugar tenía tres puertas. Aparte de la que habían atravesado, había una de doble hoja que daba al patio trasero con un ventanal, que en ese momento ocultaba unas largas cortinas. La siguiente puerta se encontraba al otro extremo de la sala y desembocaba en un pasillo que conectaba con la cocina.
— ¿Qué fue qué?
— El ruido... ¿No lo sintió?
Había sido demasiado fuerte como para negarlo, pensó la mujer.
— ¡Ah, sí! Seguro fue... mi gato... Siempre juega por la casa —dijo con una forzada sonrisa, entrelazando las manos para que no se notara el temblor. Debía parecer corta de entendimiento, pensó... Y probablemente el hombre imaginaba lo mismo.
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La venganza
HumorGabriela había llegado a un punto en la vida que la llevó a considerarla casi perfecta. Había terminado su carrera en ciencias económicas, tenía un excelente trabajo y su sueldo era bastante generoso, tanto que le permitía tener todos los placeres a...