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Después de una semana, Mile apareció otra vez en la casa de Silve. Parecía preocupado y cuando Edran le abrió la puerta apenas lo saludó.

—¿Mi tío? —dijo en tono serio.

—Está en su despacho, sabes donde es.

Mile dio un par de pasos en dirección al despacho de Silve y se detuvo. Apretó los puños y movió la cabeza.

—¿Y ella?

—En la cocina —respondió Edran.

Frente a la puerta del despacho se hallaba la puerta de la cocina. Cuando Mile llegó allí miró hacia adentro y la vio inmóvil, de espalda. Sostenía en una mano un plato y en la otra una esponja con la que fregaba, pero estaba quieta. Se dio cuenta que Edran también había hablado con ella por eso la miró y no dijo nada. Se dio vuelta y entro donde Silve se encontraba leyendo algunos libros y tomando algunas notas.

—Lud —dijo Edran—, vamos.

—¿Dónde vamos? —preguntó.

—Tenemos algo que hacer.

Lud se sacó el delantal que llevaba puesto y se enjuagó las manos, luego salió al encuentro con Edran. Cuando llegó a la puerta miró hacia atrás.

—¿Crees que va a dejar de venir?

—Eso lo sabremos cuando termine su conversación con Silve. Vamos, cierra la puerta.

—Perdí mi llave.

—Lo sé, no necesitas recordármelo.

Caminaron hasta el centro de la ciudad porque Edran le había dicho que debían ir a la biblioteca por algunos libros de botánica que Lud debía conocer. Era importante, le había dicho, que conociera cada planta y estudiara cada veneno para usarlo en su beneficio.

A Lud no le gustaba Ranle, no le gustaban los callejones oscuros que acortaban los tramos en los que Edran le gustaba caminar. Le decía que no anduviera sola en ellos, pero cuando salían juntos solían deambular por ahí.

Eran húmedos y angostos, con puertas separadas y viejas de donde generalmente provenían gritos y ruidos de peleas. Uno que otro vagabundo dormía la borrachera y Lud odiaba cuando estaban despiertos y le agarraban los tobillos al pasar.

Mas de una vez le pidió a su maestro que no se trasladar por esos lugares y cada vez que lo hacía, él le respondía lo mismo.

—No puedes andar con miedo si sabes defenderte.

—Pero no sé —respondió.

—Por eso vas conmigo. Deja que esos hombres sigan durmiendo.

Cuando por fin llegaron a la plaza principal de la ciudad, su ánimo había mejorado. Esquivar viejos borrachos y prostitutas la había alejado de la tristeza y no pensaba en otra cosa que alejarse de esas callejas infestadas de pobreza.

Lud y el abismoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora