Introducción

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Mey acababa de terminar una jornada tan intensiva de trabajo que creía  que no volvería a caminar nunca. Llevaba sus botas militares de siempre desgastadas, chapoteando por los charcos del viejo asfalto dónde vivía. Mey no era esa clase de chicas a las que uno se giraba parar mirar, sino para admirar. Vestía de una forma sutil pero tan exacta pero era posible reconocerla solo por la forma en la que quizás caían las blusas sobre su pecho. Nunca enseñando más de la cuenta, pero siempre haciendo que no olvidases la forma en la que aquella camisa marcaba la curva de su cadera. 

No era la figura propiamente dicha de una mujer delgada pero tampoco había nada que alguien quisiese quitarle de más. Tenía las manos finas y suaves aunque según los días llenas de marcas de cuidar a los enfermos en el hospital en el que trabajaba. Tenía pechos voluptuosos que eran el contraste perfecto para alguien con una cintura tan pronunciada como la suya. Sería la curva perfecta en la que todo motorista querría morir. Mey nunca mostraba más de lo necesario por lo que si había algo en su cuerpo con lo que deleitarse, pocos hombre conocían sus secretos. 

Casi sin aliento llegó a su apartamento tirando la bolsa con el uniforme de enfermería al sofá, se descalzó en el recibidor y activó la calefacción centralizada. Hacía años que vivía sola y aún no se acostumbraba a no tener a quien saludar al llegar a casa. Casi como un ritual encendió el portátil con su listado de música favorita y entró desnudándose prenda a prenda hasta la ducha. Tenía el pelo negro azabache y en un invierno como aquel que apenas le había dado el sol era como ver carbón sobre la nieve de una piel tan pálida como ella. Pero sin ser una excepción, la comodidad y la discreción eran su más fieles compañeros,  por lo que siempre llevaba algún moño o recogido para trabajar. Al soltar su recogido, se apreciaba que la melena ondulada morena le rozaba casi la cintura, cayendo en punta con forma de V.

Tras una larga y cálida ducha en la que inclusive de las paredes corría el vapor como cascadas, Mey decidió vestirse y coger su teléfono para dedicarse un mínimo a socializar en el sofá. Era más afectuosa de lo que la mayoría podría pensar pero llevaba demasiado tiempo absorta en su trabajo y proyectos de futuro. Tanto que había olvidado que solo tenía 25 años como para estar tan sola por elección propia. 

28 Mensajes sin leer. Seguramente 27 serían de su mejor amiga Nazaret y el otro restante su madre preguntando que había comido. Ellas se encargaban de tirar de Mey cuando entraba en círculos de rutina en la que olvidaba que habían más cosas que ser responsable y cuidar a los enfermos.

Nazaret le había estado contando con todo lujo de detalles que plan habían preparado su grupo de amigos de siempre para la noche siguiente, Viernes. Solo de pensarlo Mey ya estaba cansada, pero uno de sus objetivos ese año era decir que 'sí' a más planes y poner menos excusas para quedarse en casa. Por muchas excusas que tuviese en el tintero y se muriese por decir.

Así que ahí estaba, un Jueves noche buscando qué modelito vestir para el día siguiente sin ir hecha un cuadro como siempre. Irían a un bar de rock en el pueblo más cercano de dónde vivían. No era ni su lugar, ni sitio preferido, pero al menos vería a sus amigos y estaría con Naza, que seguro tendría mil historias que contarle, y si no las tenía, las buscaría, ya que ella nunca callaba.

Tras encontrar el conjunto perfecto decidió echarse a descansar las piernas un rato pero como era típico de Mey, se durmió con el teléfono en la mano.

Eran las tres de la madrugada cuando el teléfono le sonó sobre el pecho dónde lo había dejado al caer rendida. Despertó de un sobresalto asustada sin saber si ya era hora de volver al hospital. Era la jefa de planta, había ocurrido un accidente múltiple en la ciudad y necesitaban ayuda para los ingresos. Recogió su pelo negro con una coleta negra también,se puso sus vaqueros ajustados no demasiado ajustados junto a un par de prendas más y salió disparada hacia allí.

Al llegar al hospital apenas tuvo tiempo de entrar a los vestuarios a cambiarse cuando vio tres ambulancias en la puerta y más de diez heridos entrando en camillas con bombas de oxígeno y heridas.

- ¿Qué ha ocurrido? - preguntó Mey asfixiada en recepción mientras abría su bolsa con la ropa para ir a ponerse el uniforme lo más rápido posible.

- Un accidente de varios coches en cadena en la Calle Stanfford por culpa de un conductor que ha dado positivo en drogas. Ha hecho que todos choquen en fila y llevándose a algunos peatones incluidos.

En a penas dos minutos de reloj Mey estaba vestida y preparada yendo de camilla en camilla haciendo las inspecciones básicas de reconocimiento por si había algún paciente más grave que otro para avisar a los doctores de la preferencia de atención. Todos menos uno estaban estables.

Tras cuatro horas  instalando y poniendo a salvo a los pacientes, Mey terminó su turno extra y le dieron ordenes de poder volver a casa para descansar, había sido una madrugada tan inesperada como dura. A penas sin fuerza salía por la puerta principal del hospital echándose al hombro por segunda vez esa noche su bolsa con el uniforme sucio. Ojerosa, con el recogido a trozos y sin maquillaje, se dispuso a caminar de vuelta a su apartamento mientras el sol comenzaba a salir entre los viejos edificios de aquella ciudad. 

Mey tenía una intuición más desarrollada de lo normal, sensibilidad, percepción... podría llamarse de muchas formas, pero algo la hizo quedarse durante un segundo en la puerta de cristal del hospital, sin saber por qué, sabiendo que su noche no había terminado aún.

De repente entró una camilla con dos médicos a cada lado, enfocándole sobre los ojos del paciente con una luz para ver si seguía consciente y seguía los movimientos correctamente.  A penas pudo ver si era una mujer u hombre la persona de la camilla pero algo le hizo seguir a los médicos hasta el box dónde habían entrando a atenderle. Casi como una espía, se asomó entre las cortinas de separación para echar un vistazo sin interrumpir la inspección. 

Era un chico no mucho más mayor que ella, pero lo suficiente como para sentirse pequeña a su lado aún. Entre los médicos pudo ver el perfil de su rostro, asomaban a trozos mechones de pelo rubio rizado y un pendiente con un símbolo celta extraño que juraría había visto alguna vez. De repente, entre el hueco del brazo del doctor el chico giró la cabeza y la miró fijamente a los ojos, casi sin parpadear, inexpresivo pero tranquilo, casi, como si no la hubiese mirado antes para darle tiempo a ella de reconocerle hasta hacerle saber que él también sabía que ella estaba allí.

Palideció al encontrarse con su mirada y al sentir que la había descubierto espiándole. Por alguna razón fue tal su impresión que chocó hacia atrás contra un armario metálico gigante que había tras ella en el pasillo, haciendo tal estruendo que hizo que todos los presentes supiesen que estaba haciendo algo que no debía.

Su primer instinto fue coger su mochila con el uniforme y salir corriendo de allí, a pesar de sentir el fuego en su mejillas y la vergüenza en sus espaldas, corrió todo lo que pudo para intentar escapar. 

Mey intentaba escapar del recuerdo del día que sufrió el accidente que la hizo olvidar cinco años de su vida. Cinco años de lagunas vacías. Cinco años en que temía haber vivido algo importante y que quizás no volvería a recordar nunca.

Pero aquellos ojos color miel fueron lo más cercano a un recuerdo que había vivido hacia mucho tiempo. 

Angeles en el infiernoWhere stories live. Discover now