Jamás Palais Royal había estado tan hermoso, o al menos no recordaban cuándo había brillado tanto por última vez. Todas las ventanas rezumaban una cálida luz dorada y los jardines estaban bellamente iluminados con hileras de lámparas de varios metros. Toda esa luz hacía que las paredes de la residencia real relucieran tímidamente, y la excelente música que salía del Gran Salón del palacio le daba a la monumental mansión el aspecto de una delicada caja de música.
Pero por dentro, ese espectáculo de sonidos, luces y belleza era aún mayor.
Todas las lámparas doradas de Palais Royal estaban encendidas sin excepción; el suelo de tonalidad ambarina relucía como una bellísima placa interminable e irregular de oro mostrando sus exquisititas tablas de madera, y en algunos largos pasillos, extensas alfombras de color azul marino y con hilos de oro invitaban a pasear por esos refinados corredores. La sala de placas de ámbar relucía como una verdadera piedra ambarina cuadrada que tintineaba al son de los candelabros de oro. Pero sobretodo, el espacio más hermoso de esa velada era el Gran Salón.
El Gran Salón era, posiblemente y con diferencia, la mayor estancia de todo Palais Royal. Era un amplio salón de planta cuadrada que se extendía hasta techo del edificio entero, sin ningún piso obstruyendo el espacio, dándole la altura de más de unos simples metros. Sus paredes tenían numerosas ventanas, gran parte con salidas a los jardines o con encantadores balcones, y en el suelo de tan enorme estancia se encontraba el emblema de la familia Roseblanche formado a base de tablas de madera; una enorme rosa blanca abierta, rodeada de espinas, con una corona que señalaba al fondo de la estancia, donde, subiendo dos escalones, se hallaba el trono real, labrado en oro y madera. Las delicadas arañas del techo eran a su vez enormes y la estancia relucía como si se hubieran colado allí varios rayos del Sol de manera furtiva, haciendo relucir por consiguiente las aterciopeladas cortinas rojas y largas, enganchadas desde el techo, recogidas con cordones de oro.
Y, acorde con el decorado del palacio, los nobles invitados también iban con sus mejores galas. En todas partes se veían enaguas de brillantes colores, enormes lazos y delicados encajes blancos, caros zapatos, guantes de seda y collares de perlas. Damas vestidas con hermosos trajes largos y voluminosos, de faldas amplias con lazos y decorados florales, mientras que los varones llevaban trabajadas chaquetas con bordados que pasaban del hilo de la mejor calidad hasta el oro. Miles de telas de colores se perdían en mitad de un calculado y refinado baile en mitad del Gran Salón mientras una orquesta tocaba una alegre pieza musical.
De repente, la orquesta bajó sus instrumentos y una fila de soldados elevó sus mosquetes haciendo un amplio pasillo por el que, supusieron todos, pasarían los soberanos de Firensia. No se equivocaron.
Ambos nobles iban elegantísimos. El rey Arnaund lucía una chaqueta azul oscuro con un bordado de hilo de oro a la espalda, con motivos florares. Los puños de la chaqueta eran también de un elegante color dorado, y un pañuelo de encaje sobresalía entre la chaqueta, enganchado con un broche. Su cabello estaba impecable y recogido en una coleta baja con un lazo de raso azul oscuro también, y en su mano derecha llevaba un bastón con piezas de oro finamente labradas. A su lado, la reina Mariè relucía aún más que su marido; llevaba puesto un hermoso traje color rosa pálido, casi blanco, lleno de lazos y volantes, con una capa de un color más oscuro adherida a la espalda del atuendo. En su cuello descansaba un colgante voluminoso de oro y de piedras rosáceas que relucían a la luz de las velas, y su cabello, lleno de perfectos bucles, adornaba una pequeña corona dorada con una estrella. Se había empeñado en ponérsela de manera que quedase claro quién era la reina, sin tener que llamar mucho la atención. Su vientre ya mostraba un amplio volumen, resaltado entre los encajes y los lazos, y esto le daba a la reina un aspecto encantador, casi angelical.
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