Tal y como su padre había predicho, el día en que Andreïa cumplió trece años fue el día más especial de su vida. Antes de abrir los ojos siquiera, pudo percibir, entre el calor de sus mantas, un inconfundible olor fresco que emanaba de su habitación. En cuando se estiró un poco en la cama, sin abrir los ojos aún, oyó como se abría la puerta de su habitación y como entraba la luz en su cuarto al descorrerse las cortinas.
-Buenos días, Alteza-saludó una voz cantarina que Andreïa pudo reconocer como Ninnete, su aya preferida-¡Feliz cumpleaños!
Andreïa por fin abrió los ojos, a pesar de la luz, y sonrió abiertamente al ver su dormitorio lleno de rosas de todos los colores; amarillas, rojas, rosas y blancas. Sabía, además, que eran del propio jardín de Palais Royal.
-¡Son preciosas!-exclamó mientras otra aya le ayudaba a levantarse y a quitarse el camisón-Iré a darle las gracias a padre en cuanto desayune.
Ninnete se acercó entonces y le sonrió mientras le cogía delicadamente de la mano.
-El rey tiene otro regalo para vos-dijo, y señaló una caja en el suelo.
Andreïa corrió a por el regalo que le aguardaba. Era una caja rectangular y baja, pero con un generoso ancho y largo. En cuanto le quitó el lazo azul que lo adornaba y le quitó la tapa, no pudo evitar ahogar una exclamación de sorpresa y alegría.
-¡Mirad! ¿A que es precioso?-dijo, levantando el regalo, que era un hermoso vestido nuevo. Era un vestido color burdeos con una cola rizada de color rosa claro tras la abertura trasera de la falda. Carecía de tirantes y no cubría los hombros, y las mangas se ensanchaban a la altura del codo, y estas partes quedaban rematadas con pequeños lazos amarillos. En el pecho, en un medio rombo desde el escote hasta la cintura, había un pequeño broche dorado con el emblema real de una rosa roja de rubí rodeada de espinas y una coronita encima.
-Es otro regalo del rey para vos, Majestad-dijo otra de sus ayas.
-¿Puedo ponérmelo ahora?
-¡Nada de eso!-sonrió Ninnete-es para más tarde; para la noche.
-¿Por qué?
-El rey me pidió que os dijera que se trata de una sorpresa.
Esa explicación acalló por el momento a Andreïa, que se lamentó de que fuera aún por la mañana y no pudiera ponerse ese vestido en ese preciso momento. Se dijo a sí misma que sería lo más adecuado y emocionante esperar a ver lo mejor en el final. En cuanto sus ayas la hubieron aseado, peinado su cabellera rubia en perfectos tirabuzones dorados y ofrecido un vestido para el día (uno de color azul claro con volantes blandos en las mangas, hombros y falda), Andreïa fue guiada a desayunar en una de las terrazas del primer piso de Palais Royal. Le agradó de sobremanera ver que le esperaba un magnífico desayuno (más aún que el habitual) compuesto por té, leche, pastar, pasteles de chocolate, de fresa, y otros dulces que tanto le gustaban. Normalmente su padre, y con más frecuencia Sophiè, no gustaban de que comiera tanto dulce, pero ese día lo merecía, se dijo. Tras terminar, ya pasada la mañana, su primera comida, sus acompañantes y sirvientas le comentaron que ese día no tendría clase de ningún tipo, y que tenía libre ese día para su total disposición.
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