El dueño de la estancia

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Nunca olvidaré aquella tormenta, lo que vi en ella ni lo que descubrí.

El padre de Marcelo nos llevó en su camioneta. Salimos antes del amanecer. En el cielo titilaban las estrellas, y la luna en su etapa menguante se acercaba al horizonte, donde también resaltaba una nube delgada y larga que parecía estar congelada.

Después de abandonar la carretera seguimos por un camino rural. Desde ahí el viaje se hizo bastante movido. El camino estaba lleno de depresiones,  subidas, piedras, nos hamacábamos para aquí y para allá, pero igual nos reíamos, y el padre de Marcelo también.

Se detuvo cerca de un Puente. Después de ayudarnos a bajar nuestras cosas, nos dijo:

"Costeen el monte. Como a un kilómetro van a encontrar un arroyito que agarra

hacia la derecha, si lo costean van a dar en la laguna, como cinco cuadras para arriba.

El dueño del campo sabe que ustedes van a estar pescando ahí, hoy lo llamé de nuevo".

Ya nos había dicho todo eso.   Nos despedimos y cruzamos el alambrado.

Ya comenzaba a amanecer. A nuestra izquierda, el monte aún permanecía negro, sombrío. A nuestra derecha se extendía el campo hasta donde alcanzaba la vista, y sólo algunas arboledas oscuras resaltaban en aquel paisaje.

Los pastos estaban empapados en rocío, y con los primeros rayos del sol, las diminutas gotas que lo cubrían comenzaron a brillar como si fueran pequeñas cuentas de cristal.

Caminábamos con paso firme, nuestras cañas de pescar en la mano. Desde el monte llegaba el canto de los pájaros, y algunos salían volando desde allí. El griterío de las gallinetas y las pavas de monte era estridente y desordenado, como si compitieran entre si.A medida que asomaba el sol, el horizonte se cubrió de nubes rosáceas, anaranjadas y rojizas; parecía que el sol las había encendido y que su interior ardía.  Otro grupo de nubes, no tan llamativas, llegaban desde el norte junto a un viento cálido. 

- ¿Será que llueve hoy? Esas nubes no me gustan nada - le comenté a Marcelo.

- ¡La boca se te haga a un lado! Espero que no.

El kilómetro del padre de Marcelo resultó ser bastante largo, y las cinco cuadras más.  Doblamos a la derecha, seguimos  una línea delgada de monte que acompañaba al arroyuelo, caminamos largo rato y nada de ver a la laguna.

Finalmente llegamos.  Armamos el campamento y enseguida comenzamos a pescar.  Cerca del medio día buscamos leña y luego encendimos una fogata. Entre charlas y bromas comimos lo que habíamos llevado.

Estábamos bajo unos sauces de hojas verde claro, en lo que sería la punta de la laguna.    A media tarde el agua comenzó a crisparse. Un viento bastante fuerte soplaba desde el norte.  Por el cielo cruzaron bandadas de pájaros que huían hacia el sur. Hacia el fin de la tarde el aire estaba enrarecido, cargado de humedad. El paisaje enmudeció, los pájaros desaparecieron, y sólo se escuchaba el rumor del viento agitando los sauces.

Habíamos llevado una carpa, estábamos ahondando la canaleta que la rodeaba cuando escuchamos el galope de un caballo; un Jinete se acercaba por el campo.

¡Buenas tardes! - saludó el Jinete - Yo soy el dueño del campo.

El hombre desmontó y fue a darnos la mano.  No voy a mencionar su nombre real, así que lo llamare Raúl. 

En esa época Raúl era un hombre de mediana edad (No sé si aún vive) tenía el pelo y el bigote blanco. Casi todo el tiempo tenía los ojos entrecerrados, como en un gesto de desconfianza. Vestía ropas gauchas, nuevas e impecables, y sus botas estaban lustrosas.

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