En las Catacumbas

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Jean corrió hasta un callejón oscuro, detrás de él sonaban las botas de los policías.

Jean era uno de los tantos ladronzuelos que había en el viejo Paris, y acababa de arrebatar un

bolso a una señora que caminaba junto a su esposo por la noche parisina.

El callejón era una boca de lobo.  Súbitamente sintió que caía al vacío, y desapareció en una

oscuridad aún mayor, aterrizó en algo duro y también se oscureció su conciencia.

Volvió en si un rato después. Se sentó y en vano intentó ver dónde estaba girando la cabeza.

Lo rodeaban las tinieblas más impenetrables, la oscuridad era absoluta, sentía la dilatación

de sus pupilas tratando de captar algo de luz.

Tanteó su bolsillo y sacó el pedernal.  Se levantó, le dolía una pierna. Empezó a lanzar chispas

con el pedernal, durante varios pasos no vio nada, pero pronto distinguió un muro.

Unos chispazos más y vio que el muro estaba hecho de huesos humanos.  Aquello le indicó en

dónde estaba; había caído en las catacumbas de Paris, aquellas que se usaran para depositar los

restos de los muertos durante la peste.

Estaba seguro de que se había librado de la policía, pero ahora tenía otro problema; sabía que

las catacumbas son como un gran laberinto, y que salir de allí no iba a ser fácil. Además estaban

todas las historias de terror que había escuchado sobre las catacumbas, historias de las cuales se

había burlado, pero ahora estaba allí, solo y en la oscuridad.

Con continuos chispazos fue avanzando contra el tétrico muro. Tropezó con algo y apoyó la mano

en un cráneo cubierto por una substancia viscosa, y se estremeció de asco.

Gracias a un chispazo fortuito encontró una antorcha y la encendió enseguida.

Cuando la llama creció vio el espantoso lugar en donde se encontraba.  Filas y filas de cráneos

apilados parecían sonreír eternamente de forma macabra, y en sus cuencas vacías temblaban

las sombras que producía la antorcha. 

Angostos pasadizos tallados en la roca misma, conducían a numerosas cámaras, aterradoras

todas, llenas de huecos en sus paredes, y en los huecos huesos, huesos por todas partes. 

Jean avanzaba adelantando la antorcha. Giró muchas veces, retrocedió al no encontrar salida,

y se sintió perdido en el infierno mismo.

La llama de la antorcha se agitó de repente ¡Una corriente de aire! Jean buscó con desesperación.

Fue al mirar hacia arriba que encontró un hueco, una salida.  El hueco estaba contra un muro,

a unos tres metros de altura, tenía que escalar.  Lo intentó sin soltar la antorcha, mas al notar

que dificultaba demasiado la tarea la dejó caer y siguió trepando.

El muro estaba lleno de huecos tipo nichos, que le sirvieron como peldaños. 

Ya alcanzaba el hueco del techo cuando sintió que le mordían la pierna. Al mirar hacia abajo, vio,

gracias a la luz de la antorcha que todavía brillaba, que un cráneo que aún tenía cabellos y piel,

asomaba por uno de los huecos del muro, y le mordía la pierna por encima de la rodilla.

Jean lanzó un grito de terror y dolor, y haciendo un esfuerzo logró zafarse de las mandíbulas del

muerto, que quedó lanzando dentelladas.  El mismo terror lo ayudó a seguir trepando, y ascendió

por un túnel angosto e inclinado.  Reptó por la oscuridad de aquel túnel hasta que sintió el aire

fresco de la superficie; ¡había salido!

La herida de la pierna cada vez le dolía más. Rengueó por las callejuelas hasta que se desplomó.

Allí quedó tirado, muerto. Sin saberlo había traído consigo una nueva versión de la peste.

Al amanecer se levantó, ya convertido en el primer zombie.

Unos meces después los zombies devastaban toda Europa, y habían llegado a América

Créditos: Jorge Leal

-Y es así como se crearán los zombies!  D:

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