Tito, el muñeco embrujado (1/2)

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Regresaba del liceo cuando William (mi hermano) salió a encontrarme, y mirando hacia nuestra casa me dijo:

- Vino el tío Roberto.

- No bromees -le dije, deseando que no fuera cierto.

- Es cierto. ¿No ves lo que está estacionado allí?

- Sí, ya veo; su carroza fúnebre.

El tío Roberto no nos agradaba. Era demasiado excéntrico. En esa época ya era un veterano pero seguía usando muñequeras con púas, ropa de cuero y pelo largo. Viajaba en una vieja carroza fúnebre que mandó restaurar, y sus temas favoritos eran todos los relacionados al ocultismo y cosas así.

Los “souvenir” que encontraba por ahí siempre eran aterradores, y cuando venía a nuestra casa le gustaba asustarnos con algunos de ellos. Aún sueño con unas cabezas reducidas que nos mostró.  Apreciábamos sí los cuentos de terror que para el disgusto de mi madre (que es su hermana) solía narrarnos.   Venía a nuestro hogar cada un año o dos y se quedaba unos días. Mi padre apenas lo soportaba, pero como era su cuñado tenía que tolerarlo.

Desde su última visita habían pasado cinco años. Mi hermano ya tenía catorce años, y yo dieciséis. William iba a una escuela de karate, y yo a un club de boxeo, lo que había inflado un poco nuestra confianza, por lo que no pensábamos permitir que nuestro tío nos asustara con alguna de sus cosas macabras.   Cuando fui a saludarlo nos contempló de pies a cabeza y nos dijo:

- Vaya que han crecido, mocosos.

- Y vos te hiciste más viejo -comenté.

- Sí, yo creí que era el abuelo cuando entró -bromeó mi hermano.

El tío inclinó la cabeza hacia atrás al lanzar una corta risotada, y después nos miró muy serio, con la mirada de loco que nos solía asustar. Pero ya no éramos tan impresionables. Él sonrió y nos dijo que lo siguiéramos. Volvió a encararnos frente a la puerta del cuarto donde había dejado sus cosas: 

- Oigan, mocosos. No quiero que entren ahí. He traído cosas valiosas y no quiero que las rompan. ¿Está claro?

Ahí nuevamente nos miró con “cara de loco”. Supongo que notó nuestra casi indiferencia a su actitud, y buscó otro camino. Cambió el tono y el semblante y argumentó sus razones:

- Muchachos, a ustedes no les gustaría que entrara a su cuarto, ¿no?. Lo que tengo son unos cachivaches,  pero son delicados. ¿Me prometen que no van a revisar mis cosas?

- Sí, tío -le respondimos. Nos revolvió un poco el pelo con las manos y volvimos a la sala.

William y yo nos sentimos victoriosos. La excentricidad de nuestro tío ya no nos asustaba, y apenas comenzó a tratarnos de otra forma sentimos una espontánea simpatía hacia él (hable del asunto con mi hermano). Pero como no olvidábamos los sustos del pasado, quisimos vengarnos desobedeciéndolo.

Después de la cena narró unos cuentos de terror, como era su costumbre, y cuando ya era algo tarde salió a pasear por ahí.  Cuando nuestros padres estaban acostados fuimos hasta el cuarto del tío.

No había traído muchas cosas. Revisamos un bolso y encontramos un par de puños americanos relucientes. Me probé uno y mi hermano el otro. Nos divertimos con ellos lanzando golpes al aire. Después los dejamos en su sitio y seguimos la inspección. 

Nos interesó una caja de madera que había dejado en el suelo. Parecía un ataúd pequeño. Temimos que fuera el esqueleto de un niño, y dudamos.  La caja no estaba cerrada con candado, pero estaba sellado con un papel que parecía un billete. El papel tenía una inscripción rara, que dedujimos era latín. En la tapa de la caja había un nombre escrito, decía: “Tito”.

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