Yo había cerrado la puerta. Entonces me di la vuelta y allí estaba. Antes le tenía miedo porque me pegaba todo el tiempo. Pensé que ahora también se lo tendría, pero al cabo de un minuto vi que me había equivocado, o sea, después del primer susto, como quien dice, cuando me quedé sin aliento, porque no me lo esperaba para nada; pero en seguida me di cuenta de que no le tenía tanto miedo.
Tenía casi cincuenta años y los aparentaba. Llevaba un pelo largo, enredado y grasiento que le colgaba hasta el cuello, y por el medio se le veían los ojos que le brillaban como si estuviera escondido detrás de una parra. Lo tenía todo negro, sin canas; igual que la barba larga y desordenada. No tenía nada de color en la cara, donde se le veía; estaba todo blanco, no como otros hombres, sino de un blanco que daba asco, un blanco que le daba a uno picores, un blanco de sapo de árbol, de vientre de pez. Y de ropa: harapos y nada más. Tenía apoyado un tobillo en la otra rodilla; la bota de aquel pie estaba rota y se le veían dos de los dedos, que movía de vez en cuando. Había dejado el sombrero en el piso: un viejo chambergo con la copa toda hundida, como una tapadera.
Me quedé mirándolo; él siguió sentado mirándome, con la silla echada un poco atrás. Dejé la vela en el suelo. Vi que la ventana estaba levantada, así que había subido por el cobertizo. No hacía más que mirarme. Al cabo de un rato va y dice:
—Buena ropa llevas, muy buena. Te debes creer un pez gordo, ¿no?
—A lo mejor sí y a lo mejor no —respondí.
—No te pongas chulo —va y dice—. Desde que me marché te das muchas ínfulas. Ya te voy a bajar yo los humos antes de terminar contigo. Y me han dicho que estás educado: que sabes leer y escribir. Te crees que ahora vales más que tu padre, ¿no?, sólo porque él no sabe. Ya te enseñaré yo. ¿Quién te ha dicho que fueras por ahí, dándote aires? ¿Quién te ha dado permiso?
—La viuda. Me lo dijo ella.
—La viuda, ¿eh? Y, ¿quién ha venido a darle a la viuda vela en este entierro?
—No se la ha dado nadie.
—Bueno, ya le voy a enseñar yo a meterse en sus cosas. Y mira lo que te digo: deja de ir a la escuela, ¿te enteras? Ya voy a enseñar yo a ésos a educar a un chico para que se dé aires delante de su propio padre y haga como que vale más que él. Que no te vuelva a coger cerca de esa escuela, ¿te enteras? Tu madre no sabía leer, y tampoco sabía escribir y se murió tan tranquila. En la familia nadie aprendió a leer antes de morirse. Yo no sé, y ahí estás tú dándote aires. Y yo no soy hombre para aguantar eso, ¿te enteras? Oye, a ver cómo lees.
Saqué un libro y empecé a leer algo que hablaba del general Washington y de las guerras. Cuando llevaba leyendo aproximadamente medio minuto, me arrancó el libro de golpe y lo tiró al otro lado de la habitación. Y va y dice:
—Es verdad. Sí que sabes. Tenía mis dudas cuando me lo dijiste. Pues mira, déjate de ínfulas. No te lo voy a aguantar. Voy a estar muy atento, listillo, y si te pesco por esa escuela, te doy una paliza. Si sigues así, también te va a dar religiosa. Nunca he visto un chico igual.
Agarró un cromo azul y amarillo con unas vacas y un chico, y va y dice:
—¿Qué es esto?
—Me lo han dado por saberme bien la lección.
Lo rompió y va y dice:
—Yo te voy a dar algo mejor: te voy a dar una buena tunda.
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Las aventuras de Huckleberry Finn
AventuraUn gran clásico de la literatura norteamericana: una novela sobre la amistad, la adolescencia y la libertad. Las aventuras de Huck son hoy y siempre serán un hito en la narrativa moderna. Este muchacho vagabundo, pendenciero, solitario y sagaz es el...