Capítulo 9

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Me apetecía ir a buscar un sitio que estuviera  hacia  el  centro de la  isla y  que había visto cuando  estaba explorando, así que nos pusimos en  marcha y en seguida llegamos,  porque  la  isla sólo  medía  tres millas de  largo y un  cuarto  de milla de ancho.

Aquel sitio  era un  cerro  bastante largo  y empinado, de unos  cuarenta  pies de alto. Nos  costó trabajo llegar  arriba, de empinados que eran  los lados  y  espesos los árboles. Anduvimos buscando por todas partes  y  por fin encontramos una buena caverna en la roca, casi arriba  del todo, en el lado que daba a Illinois.  La caverna medía  tanto como  dos o  tres  habitaciones juntas, y Jim podía  estar  de  pie  sin  darse en el techo. Era fresca. Jim  era partidario de  guardar allí nuestras trampas inmediatamente, pero le dije que no nos  convenía andar subiendo y  bajando todo  el tiempo.

Jim dijo  que si  teníamos  la  canoa escondida en  un  buen  sitio  y teníamos  todas  las trampas en  la caverna, podríamos  escondernos a  toda prisa en ella  si llegaba alguien a la isla, y que sin perros nunca  nos encontrarían. Y, además, dijo que los pajaritos habían dicho que iba  a llover y,  ¿quería yo que se nos mojaran todas  las cosas? 

Así que volvimos, sacamos la canoa y llegamos frente a donde estaba la caverna  y llevamos allí todas las trampas.  Después buscamos  un sitio  cerca donde esconder la canoa, en  medio  de  los  grandes  sauces. Algunos peces  habían picado en los sedales;  los cogimos  y volvimos  a poner el  cebo  y empezamos a prepararnos para la cena.

La entrada  de la caverna era lo  bastante grande para  meter un  barril, y a  un lado de la entrada  el piso estaba un  poco más  alto y era  liso, o sea, un buen sitio para encender  una hoguera. Así que  allí la  encendimos  y  preparamos la  cena.

Dentro tendimos  las mantas para que hicieran  de alfombra y para  comer allí. Pusimos  todo lo demás a mano  en la trasera de la cueva. Poco  después  oscureció  y empezó a tronar y relampaguear, o sea, que los pájaros tenían razón. Inmediatamente después empezó a llover y a llover con ganas,  y nunca he visto un viento soplar así. Fue  una de esas buenas  tormentas de verano. Estaba tan oscuro que fuera  todo parecía de un azul–negro  precioso, y la lluvia  caía tan densa que los árboles a  poca  distancia parecían sombras como de  telarañas,  y llegaban soplidos del viento que doblaban los árboles y hacían  levantarse las hojas por el  lado pálido de abajo,  y después  seguía una  ráfaga feroz que hacía a las ramas agitar los brazos como  si  se  hubieran  vuelto  locas, y después, cuando  estaba  de  lo más  azul y más negro, ¡fist!

Se veía un  resplandor como  el de  la gloria  y las copas de  los árboles que  se agitaban  a lo lejos en medio de la  tormenta,  a centenares de yardas  más  de distancia  de  lo  que  se podía ver antes;  volvían  a quedar negras como  el pecado en un segundo y entonces  se oía  la vuelta del trueno  con un tamborileo espantoso  que continuaba  gruñendo,  rodando  y tambaleando por el cielo hacia el otro lado del mundo, como si estuvieran haciendo rodar  barriles escaleras abajo, ya sabéis, unas escaleras  muy  largas, donde los barriles rebotan  mucho.

—Jim, esto  está  muy  bien  —dije—. No  querría estar en  ninguna  otra parte  del mundo. Dame  otro  trozo de  pescado  y algo de  pan  de  borona  caliente.

—Bueno, pues no estarías aquí  si no fuera  por Jim. Estarías ahí fuera en el bosque  y encima  casi ahogado;  te lo aseguro, mi niño. Las gallinas  saben cuándo  va a llover y los  pájaros también,  niño.

El río siguió creciendo diez  o  doce días hasta que empezó a inundar las riberas. El agua tenía  tres o  cuatro pies  de profundidad en la isla en los sitios  bajos y en  la ribera de Illinois. Por  aquella parte medía  muchas  millas de ancho, pero  del lado de Missouri era la misma distancia de  siempre  —media milla—, porque  la  costa de Missouri era como una muralla  de acantilados.

Las aventuras de Huckleberry FinnDonde viven las historias. Descúbrelo ahora