Capítulo 3

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Bueno, por la  mañana la vieja señorita  Watson me echó  una buena bronca  por lo de  la ropa, pero la viuda no me riñó, sino que limpió las manchas y el barro,  y parecía estar tan triste  que pensé  que si podía, me portaría  bien durante un tiempo. Después la  señorita  Watson  me llevó al gabinete a rezar, pero no pasó nada. Me dijo que rezase todos los días  y que  todo  lo  que pidiera  se  me daría. Pero  no era verdad. Lo intenté. Una vez conseguí un sedal para pescar, pero sin  anzuelos. Sin anzuelos  no me valía para  nada. Probé a conseguir los anzuelos  tres  o cuatro  veces, pero  no sé por qué aquello no funcionaba. Así que  un día le pedí a  la señorita  Watson que lo  intentase  por  mí, pero  me dijo  que era  tonto. Nunca me explicó  por  qué y yo nunca  pude  entenderlo.

Una vez  fui  a sentarme  en  el  bosque  a pensarlo  con calma. Me  dije:  «Si  uno  puede conseguir  todo  lo que pide  cuando reza,  ¿por qué  no  le  devuelven al  diácono  Winn el dinero  que perdió  con lo de  los  cerdos? ¿Por  qué no le devuelven a  la viuda la cajita de plata para el  rapé que le robaron?  ¿Por qué  no puede engordar  la señorita Watson?  No, me dije, todo eso  no tiene  sentido».  Fui y  se lo  conté a  la  viuda, y me dijo que  lo que podía conseguirse  rezando eran los «bienes  espirituales». Aquello era demasiado para  mí, pero  me explicó  lo que significaba: tenía que  ayudar a  otra gente  y hacer todo  lo que  pudiera  por  ellos  y  cuidar  siempre de  los  demás y  no pensar nunca en mí mismo. Según me pareció, aquello incluía  a la señorita Watson. Fui al bosque y me  lo estuve  pensando  mucho tiempo, pero  no le veía  la ventaja, salvo para  la otra gente; así  que por fin calculé  que no me  iba a preocupar más, sino que lo olvidaría.  A veces la viuda me llevaba  con ella  y me hablaba de la Providencia de forma que se le hacía a uno la boca agua, pero a lo mejor al día siguiente la señorita Watson lo volvía a deshacer  todo. Me pareció que podía ser que hubiera dos Providencias  y que  a uno, pobrecillo, le  iría muy  bien la Providencia de la viuda, pero que  si era la  de  la señorita  Watson,  no tenía  nada que hacer. Me lo pensé todo  y calculé  que si ella quería,  me iría  con la de la  viuda, aunque tampoco veía qué iba a sacar  con tenerme de su  lado  que no  tuviera  antes, dado  lo  ignorante y lo  poca  cosa  y  corrientucho  que era  yo.

A padre hacía  más de  un año  que nadie  lo  veía,  y yo  tan contento; no  quería volver a verlo. Siempre me  atizaba  cuando estaba sereno  y podía  echarme  mano, aunque cuando  él andaba  cerca  yo  solía  largarme al bosque. Bueno, hacia  entonces  lo encontraron en el río  ahogado,  unas doce millas arriba del pueblo, decía la gente. Por lo menos, creían  que era  él; decían  que aquel ahogado medía igual que  él y estaba vestido de harapos y llevaba el pelo muy largo, todo igual que padre, pero por la cara no sabían nada, porque llevaba tanto tiempo  en el agua  que ya  no parecía en absoluto  una cara. Dijeron que flotaba de espaldas en el agua. Lo sacaron y lo enterraron en la ribera. Pero  yo no me  quedé tranquilo mucho tiempo, porque se me ocurrió una cosa. Sabía  muy bien  que un ahogado  no flota  de espaldas,  sino de  cara. Así que entonces  comprendí que no  era padre, sino una mujer vestida de hombre. Y volví a  ponerme nervioso. Pensé  que el  viejo aparecería algún día,  aunque por mí ojalá  que no.

Jugamos a  los  bandidos durante un mes,  de vez en  cuando,  y después  yo me  salí. Todos los chicos  hicieron lo  mismo. No  habíamos  robado  a nadie,  no  habíamos matado  a  nadie, no  habíamos  hecho  más  que  fingir. Salíamos de  un salto del bosque  y cargábamos  contra los  porqueros  y las mujeres que llevaban las  cosas de sus huertos al  mercado en  carros, pero  nunca les hacíamos nada. Tom Sawyer llamaba  a  los  cerdos  «lingotes» y  a los nabos  y  eso «joyas», y nos íbamos a la cueva y hablábamos  de lo que habíamos  hecho y de  cuánta gente habíamos matado y marcado con nuestra señal.  Pero  yo no  le veía  ninguna ventaja. Una vez Tom mandó a  un chico que fuera  corriendo  por el pueblo con un  palo encendido que  él decía  que  era una «consigna»  (señal  de que la  banda tenía  que reunirse)  y después dijo que sus espías le habían mandado  noticias secretas  de  que al día  siguiente  un montón de  comerciantes españoles y árabes ricos iba  a  acampar en  la  Boca  de  la Cueva con  doscientos  elefantes  y seiscientos camellos y más de  mil mulas de carga, todas transportando  diamantes,  y que sólo llevaban  una guardia de  cuatrocientos soldados,  así que teníamos  que ponerles  una emboscada y matarlos a  todos. Dijo que debíamos  preparar las espadas y  las escopetas  y estar listos. Nunca podía llevarse ni siquiera una carreta  de nabos,  pero se empeñaba  en que las espadas y las escopetas estuvieran todas limpias, aunque, como  no eran  más que listones  de madera  y  palos de  escoba, podía uno  limpiarlas  hasta morirse  del aburrimiento  y no valían ni  un  centavo  más que  antes. Yo no  creía que pudiéramos  vencer  a tantos españoles  y árabes,  pero quería ver los camellos  y los elefantes, de  forma que al día siguiente,  que era  sábado, me  presenté a la emboscada, y  cuando nos dio la orden salimos corriendo del  bosque  y bajamos el cerro. Pero no había españoles ni árabes ni camellos ni elefantes. No  había más  que una  gira de la escuela dominical, y encima de los de primer curso. Los dispersamos  y perseguimos a los  niños por el cerro, pero no sacamos más que mermelada y unas rosquillas, aunque  Ben  Rogers se llevó una  muñeca de trapo  y Joe Harper un libro  de himnos y un folleto de propaganda, y entonces  llegó  corriendo el  maestro  y  nos  hizo  dejarlo  todo  y salir  corriendo. No vi ningún diamante, y se lo dije  a Tom Sawyer. Me  contestó que de todos modos  los había a montones  y que también había  árabes y  elefantes  y cosas. Entonces  le  dije  que  por qué no podíamos  verlos. Me  dijo que si no fuera tan ignorante y hubiera leído un  libro que se llamaba  Don Quijote,  lo sabría sin preguntar. Dijo  que todo  lo hacían por arte de magia. Dijo  que allí  había  cientos de  soldados  y elefantes  y tesoros  y todo eso, pero que teníamos enemigos que  él  llamaba  magos y que lo  habían convertido todo  en una escuela dominical para niños, sólo por despecho.  Entonces  yo dije que bueno, que lo  que teníamos  que hacer era  atacar a  los  magos. Tom Sawyer me llamó palurdo.

—Hombre  —dijo—, un  mago  puede llamar a un montón de  genios,  que  te podrían hacer picadillo  en medio minuto. Son igual de altos que árboles y  cuadrados  como armarios  de  tres  cuerpos.

—Bueno  —digo  yo—,  ¿qué pasa si  conseguimos que algunos de esos  genios nos ayuden  a  nosotros?  ¿No podríamos vencer  entonces  a los otros?

—¿Cómo  vas a  conseguirlo?  

—No sé.  ¿Cómo lo consiguen  ellos? 

—Pues  frotan una lámpara vieja de estaño  o un anillo de hierro, y entonces llegan los genios, acompañados de  truenos  y rayos y  de todo el humo del mundo y van  y hacen todo  lo que  se  les dice  que hagan.  Les resulta facilísimo  arrancar  de cuajo una torre  y darle en  la cabeza  con ella a  un  superintendente de  escuela dominical, o a cualquiera.   

—¿Quién  les obliga  a  hacer  todo  eso?  

—Hombre, el que  frota la lámpara o el  anillo. Pertenecen al que  frota  la  lámpara o  el anillo  y tienen que hacer lo  que les diga.  Si les dice que construyan  con  diamantes un palacio  de cuarenta  millas de  largo  y lo  llenen de  chicle, o  de  lo que  tú  quieras, y que traigan a la hija  de un emperador de  la China para casarte  con ella, tienen que hacerlo, y además  antes de  que amanezca el  día  siguiente.  Y encima  tienen  que transportar ese palacio por todo  el  país  siempre  que  se lo diga  uno, ¿comprendes?  

—Bueno  —dije yo—, creo que son idiotas por no quedarse con el  palacio, en  lugar de hacer todas esas  bobadas. Y además, lo  que es  yo,  si fuera uno de ellos  me iría al quinto pino  antes  de  dejar lo  que tuviera  entre manos para hacer lo que me dijese un tipo  que estaba  frotando  una lámpara  vieja  de  estaño.

—Qué  cosas dices, Huck Finn. Pero  si es  que tendrías que ir  cuando  la  frotase, quisieras o  no.

—¡Cómo! ¿Si  yo  fuera  igual de  alto que  un  árbol y cuadrado  como un  armario  de  tres cuerpos?  Bueno, vale; iría, pero  te apuesto a que ese hombre  tendría  que subirse al árbol más  alto  que hubiera  en todo el  país.

—Caray, es  que no se  puede hablar contigo, Huck Finn. Es como si no  supieras  nada de nada,  como un  perfecto  idiota.

Me quedé  pensando en todo aquello dos o tres días  y después  decidí probar, a ver si era verdad  o no. Me  llevé una lámpara  vieja de  estaño  y  un anillo  de hierro  al bosque  y me puse  a frotar hasta sudar como  un indio,  calculando que me construiría  un palacio para  venderlo; pero  nada,  no vino  ningún genio. Entonces pensé  que  todo  aquello no  era más que una de  las mentiras de  Tom Sawyer. Supuse  que él se  creía lo  de  los árabes  y los elefantes, pero yo  no pienso  igual que él. Aquello  parecía  cosa de  la  escuela  dominical.

Las aventuras de Huckleberry FinnDonde viven las historias. Descúbrelo ahora