La Partícula Áurea

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-¿Es que acaso nadie se ha dado cuenta?- , murmuró Albert Parvulesco, y en sus pequeños ojos grises refulgió un rayo de orgullo. Como una revelación, las ideas sueltas habían encajado a la perfección. Casi podía oír el tic tac del mecanismo del mundo y sintió que por un instante la historia de la humanidad planeaba sobre su cabeza, señalándole con el índice. Era una gran sensación para un periodista: estar en el eje de la rueda, y por un segundo ver que el huracán del devenir amenaza arrasar con todos sin que lo sepan, y sin ser rozado siquiera por los erizados acontecimientos. Se mordió los labios, como temiendo que alguien leyese sus pensamientos. Eran suyos solamente. El espejo le arrojaba la imagen de un rostro bestial adornado con todos los signos de la buena educación. Nadie sospecharía de él en la calle, en el supermercado, a la entrada del cine. Se había deshumanizado, bestializado, era la única explicación para que no corriera por los pasillos gritando la urgente realidad. - Cada segundo cuenta, pero ¡que se jodan!- , pensó. Condenado de por vida a ser un segundón, aún en aquel canal de televisión provinciano que pagaba sus modestos gastos, se sentía lanzado al centro del escenario. Nadie esperaba de el ninguna información de importancia. ¿Qué diría, cómo se explicaría?, los focos sobre su rostro siempre lo hacían lagrimear lastimosamente - que se jodan.

-¡Levante el mentón, por favor!- la maquilladora parecía tener demasiado trabajo con ése rostro regordete. Por un momento se vio desde aquellos ojos agrietados tras el delineador y sintió terror. Había ganado peso. ¿Y si se reían de el?; ¿y si nadie le creía?; y peor aún, ¿y si fuese cierto lo que estaba vislumbrando, llegaría el mensaje a quienes toman las decisiones por toda la humanidad?.

-Cada vez me da mas trabajo, señor Parvulesco, debiera usted consultar un dermatólogo, ha vuelto de sus vacaciones con la piel imposible de componer - dijo la vieja con pesadez, pero Parvulesco no la oyó. Estaba absorto en el monitor de la sala de Maquillaje. Era la CNN que cumplía 96 horas de transmisión ininterrumpida desde Potosí, Bolivia, cubriendo el hallazgo geológico del siglo. Sus ojos, los de la maquilladora, y los de la gente con que se cruzó viniendo al programa, mostraban notorios estragos por sobreexposición a las pantallas luminosas.

Todo había comenzado el lunes, cuando Patricia Franchini, su joven colega, lo había llamado de madrugada. El dormía, se desperezó, reaccionó lentamente e intentó flirtear, pero Patricia no pareció notarlo.

- Parvu, ¿estás viendo las noticias? -

-No Patricia, ¿me estoy perdiendo algo?-

-Dímelo tu, ve el 55 - y colgó sin mas, sin que lograse siquiera masturbarse apoyado en ésa voz de terciopelo. Las imágenes eran confusas, logro de nerviosas manos amateurs. Todos los canales contaban con ellas. Se veían caminos rurales de algún país subdesarrollado, llenos de polvo y vehículos destartalados. Algunos indígenas se abrazaban enfervorecidos y apuntaban hacia un horizonte invisible, mientras en la oscuridad masas incontables se movían más allá del alcance de los focos. Costaba empatizar con esos rostros exóticos y marcados por perpetuas privaciones. Saltaban exultantes, como ganadores de la Lotería, con una alegría absurda, infantil, digna de un paisaje mas generoso.

Y enseguida llegó el amanecer. Parvulesco miró por su ventana y se percató de que aquel lugar extraño estaba casi en su mismo meridiano. No había reparado en ello. En la pantalla, una línea amarilla iluminó una lejana cordillera, superándola con dificultad. El camarógrafo corrigió la polarización y no pudo evitar lanzar un grito de asombro. El sol naciente descubrió una montaña angulosa y brillante, una sólida y enorme roca dorada, irreal, inhumana. La luz rebotó sobre una de sus bruñidas laderas e incineró a decenas de campesinos que pululaban en las cercanías, como un niño jugando a quemar hormigas. Acá y allá comenzaban a acumularse pequeños montoncitos de humeante carbón humano. Parvu no parpadeaba. El camarógrafo no se había movido, olvidando el mas elemental instinto de supervivencia. Ambos estaban completamente sumergidos en el paisaje, fugados de si mismos y de los demás. Era aquello un grandísimo, un descomunal filón de oro, una verdadera montaña, un salvaje colmillo que rasgaba la superficie terrestre y que parecía crecer y palpitar.

6 Cuentos y una profecíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora