El peso de la Tierra

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Hasta la explosión, todo había marchado muy bien. El personal estaba en el comedor, luego de haber concluido los experimentos de la mañana. Los resultados no habían sido relevantes. Era hora del almuerzo. Algunos científicos todavía iban en el plato principal, y otros habían pasado al postre, pero todos se encontraban trabados en animada conversación. Nadie reparó que un asiento permanecía vacío. De repente los sismógrafos saltaron y los rostros cambiaron. Todos corrieron a sus puestos, dejando el comedor desolado, platos volcados y fruta rodando por el suelo, al tiempo que un piquete militar irrumpió en el edificio principal, bajando los escalones tallados en la roca, espalda con espalda, con los fusiles temblándoles en las manos. Al llegar a la pequeña sala subterránea, vieron al doctor Clark tirado de bruces en el suelo, con la bata tiznada y humeante. Un aparato parecido a una aspiradora se veía tirado a su lado derecho, completamente quemado. Metros más allá, un objeto que parecía una naranja, brillaba bajo los reflectores de los soldados.

Cinco minutos después, sonó el teléfono en la oficina del Jefe Militar para Asuntos Latinoamericanos, en Washington D.C.. Al General J.R. Reddings le gustaba escuchar dos veces la campanilla antes de contestar.

-Dígame... ¡de la Presidencia me dijo!, demonios, pásamela de inmediato –

Era una orden. Debía enviar un grupo comando, el mejor de que dispusiera, para encontrar un meteorito caído en Paraguay, en unas coordenadas que se entregarían directamente al jefe de la unidad. Debían pesarlo en el lugar, remitir esa información, y luego, recuperarlo. Tenía dos horas para lograr el objetivo.

-Demonios, ¿Qué traman en la Presidencia? – se dijo mientras concluía de beber su jugo de naranja y se disponía a hacer una serie de llamadas de coordinación.

Mientras J.R. Reddings paseaba su grueso cuerpo por la oficina, dando instrucciones a través de un teléfono pegado a su oído izquierdo, en la Unidad Médica de la Base Meadows reinaba la agitación. Guardias armados bloqueaban la entrada al personal científico, abriéndole paso a un sujeto delgado, pequeño y calvo, de unos 60 años y que vestía una bata idéntica a la del Doctor Clark.

-Entonces, ¿la naranja está asegurada?-

- Si señor – respondió Gibbs, el nuevo asistente – flota encapsulada en un campo electromagnético, como usted lo ordenó –

- Muy bien. Ordene que la pesen. Y ahora infórmeme lo que sepa Gibbs –

-Señor, el sismógrafo registró una fuerte actividad sísmica a las 13:45 horas, magnitud 3 – respondió nerviosamente Gibbs, un muchacho imberbe aun, pero astuto, de naturaleza algo nerviosa.

-No sea idiota Gibbs, estaba en mi oficina cuando tembló, sentí el movimiento como todo el mundo – contestó groseramente el profesor Arthur Herrington, Jefe Científico de la Base – también sé lo que los soldados vieron. Pensé que a estas alturas ya debiera haber resuelto si la maldita naranja es o no de Clark.

-Perdón señor, no le entiendo – en los ojos de Gibbs asomó una sombra de pánico. Se sentía completamente sorprendido.

-Dije que usted ya debió saber a ésta hora cuantas naranjas había hoy en el comedor. ¿Es que no ha entendido nada del problema, Gibbs? – el pequeño rostro de Herrington se había arrugado en un arrebato feroz. Le temblaba un párpado tras las gafas con marco de carey.

-Perdón señor, no logro entender la importancia de eso –

En momentos como ése el Profesor Herrington lamentaba que Benedetto, su antiguo colaborador, hubiese jubilado. Se detuvo, se tomó la cabeza con ambas manos como si estuviera a punto de estallar. Recordó el taller de control de la ira a la que su esposa lo había obligado a asistir, y midiendo las palabras, continuó.

6 Cuentos y una profecíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora