La Caja

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Por las calles del centro de Roma se suelen arrastrar almas solitarias, espíritus heterogéneos que van a la deriva por entre las columnatas y las fachadas de pesada antigüedad. Pakistaníes, rusos, latinoamericanos, seres oscuros, silenciosos, que venden bagatelas o se deslizan hacia la luz del Trastevere y sus cafés. En la penumbra descubro un rostro extraño, pero familiar. Su nariz parece un poco mas larga y roja que en la televisión, sus manos, que juegan con el cigarrillo, se ven suaves y bien cuidadas, con uñas perfectamente recortadas. El rostro rosado gira y su mirada pasa sobre mi. Se corta mi respiración y me aproximo con las manos en los bolsillos. Le hablo en español, en un tono involuntariamente emocionado. No voté por él, pero es un personaje del Gran Mundo de la política que contra toda probabilidad alguien como yo ― un simple ciudadano ― jamás podrá conocer, si estuviésemos en nuestro país. El sistema está pensado así. Pero ahora lo veo solo, fuera de su pecera, y con ademanes de borracho y parlanchín.

― ¿Chileno, no?; ¡Compatriota! ― cruza por sobre el pakistaní que vende paraguas sin apenas prestarle atención para darme un abrazo alcoholizado. ¿Qué haces por acá hombre?, ¿no me digas que eres un becario de Pinochet?

Sonrío. Pienso en lo que harían, al menos un par de buenos amigos, con éste anciano conservador y golpista en el supuestísimo caso de encontrárselo a solas, ebrio y sin guardaespaldas. Sigo sonriendo, el tipo me resulta simpático, con esos ademanes de latifundista, que parecen tan fuera de lugar, viniendo de quien vienen, y por la grandeza del lugar en que nos encontramos.

― Ando de turista, don Juan José ― le digo, mientras me mira con ojos corridos ― ¿y usted, en qué anda?

― Igual que tu poh, mi amigo... ―

― Joel ―

― ¿Nombre bíblico?, tanto gusto...y si, salí a fumarme un cigarrito, tu sabes que a mi mujer le prohibieron hasta el olor del cigarrillo y quise estirar las piernas y ahora ando perdido, es que está tan cambiado Roma desde la última vez que estuve por acá... ¿te ubicas bien por acá Javier?.

Luego de acompañarlo a su Hotel, en Piazza della Reppublica, me invitó a pasar. Apoyándose sobre mi hombro nos dirigimos al bar del Hotel, donde después de unas copas tuve suficiente confianza para preguntarle lo que tantos querían saber.

― Don Juan José; si las encuestas lo favorecían, ¿por qué levantó su candidatura tan de un día para otro?

Los ojos del ebrio se achicaron. Puso la copa sobre la mesa y me miró fijamente.

― Tu me caes bien Javier, la verdad de la milanesa no se la he contado a nadie. Por cierto que si tu cuentas algo de lo que diré nadie te va a creer y yo voy a decir que estás loco; ¿estamos?. Bueno tu sabes que la CEP nos daba gran ventaja, nuestros números se dispararon después de que di a conocer mi proyecto de royalties a las mineras. Fue un furor, incluso la gente de izquierda iba a votar por mi. Fue increíble el apoyo que obtuvimos, una locura. Bien, luego de la conferencia de prensa mi jefa de campaña me dice que tengo una llamada de la Embajada de los Estados Unidos. Concertamos una entrevista en nuestra sede de campaña, fue algo tensa, el representante de negocios de la Embajada fue categórico que afirmar que las inversiones norteamericanas disminuirían bruscamente y se ponían en riesgo la estabilidad económica de Chile y las buenas relaciones entre nuestros estados. Yo le dije que estaba todo bien calculado y que esperaba que su gobierno comprendiera nuestra necesidad de generar mayores recursos para lograr así el salto al desarrollo. Se fueron indignados, pero con esa frialdad arrogante de los anglosajones se despidieron cortésmente.

A los pocos días mi mujer se enfermó. Estaba grave...

― Si supe, salió en las noticias, incluso tuvo que viajar con ella a Estados Unidos, porque en Chile no había tratamiento... ―

― Los mejores médicos están allá, por eso volamos con María de los Ángeles. Pues bien. Todo marchó bien, la operaron, y estábamos listos para volver, cuando nos llaman de la Casa Blanca. Era un honor, pero a mi señora le prohibieron levantarse. Fui solo, en visita informal. Me recibió el Secretario de Estado. Nos hizo pasar a una sala diminuta y algo oscura, que jamás verás en la televisión. Cuando llegamos, mis guardaespaldas tuvieron que esperar afuera. En la sombría salita me esperaban el Presidente y un grupo de unos cinco ejecutivos, impecablemente vestidos todos. Nos presentamos. Eran los máximos ejecutivos de las mayores compañías mineras del mundo. Primera vez en mi vida que me sentía desvalido. El Presidente habló.

― Amigo chileno; usted desea subir los impuestos a nuestras empresas y me temo que no podemos tolerarlo. Usted no lo va a hacer... y le voy a mostrar por qué: ¿se ha preguntado usted donde reside la fuente de todo nuestro poder y por qué nadie se resiste a el?; ¿sabe usted por qué nos obedecerá sin dudarlo? ―

En medio de la sala se encontraba un bulto pequeño, que no era visible bajo una sábana negra. Uno de los ejecutivos se puso de pie y fue hacia ella, quitó la sabana y quedó a la vista una caja negra, cubierta de extraños signos. El Presidente se aproximó, extrayendo de un bolsillo una gran llave. La introdujo en una cerradura en su parte superior y levantó la caja a la altura de mis ojos, abriendo lentamente la puerta hacia mí.

― ¡Admira a nuestro dios! ― grito el Presidente.

― ¡Nuestro dios!; ¡nuestro dios! ― chivateaban todos, de rodillas. La caja se abrió lentamente. Desde su interior los ojos rojos de una criatura repugnante me miraban fijamente. Era un monstruo terrorífico, demoniaco, que sólo por analogía podría llamar horrible. No podría siquiera describirlo. Su fealdad manchaba el aire como una peste. Mientras sus monstruosas fauces reían y tragaban una pequeña barra de oro. Aun lo veo, aún lo escuchó: es el dios de éste mundo.


6 Cuentos y una profecíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora