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× CORRE ×

—Cariño —movió suavemente su hombro—, se hace tarde.

Ren gruñó bajo, completamente atontado como si se encontrara bajo el efecto de alguna droga. Apenas logró tener un poco más de control sobre sí mismo se dio vuelta bajo los pesados endredones a su madre. Su cuerpo se sentía pesado y sus párpados se negaban a despegarse, apenas podía ver bajo sus pestañas con mucho esfuerzo. Cuando giró el torso un montón de fuertes punzadas le recordaron su verdadero estado.

—Cinco minutos más —pidió manteniendo los ojos entrecerrados debido a la dolorosa luz que se colaba por entre las cortinas recién abiertas por la jefa del hogar. No podía mirar sin sentir que se cocinaba las pupilas.

—¡Demonios Ren! —chilló Gabriela al ver el morado hematoma en la mejilla izquierda de su hijo. Vio claramente las heridas en su labio y más zonas violetas bajando por su cuello—. ¿Qué pasó? ¿Estás bien?

Ren sonrió con cariño. Gabriela siempre fue una gran madre, o intentaba serlo. Él la consideraba la más hermosa de cualquier universo existente, pese a no conocer muchos universos sabía que aunque lo hiciera ella seguiría siendo la mejor. No podía evitar morir de ternura cuando se preocupaba; por sus labios abultados y el movimiento inquieto de manos que hacía.

—No es nada mamá —intentó minimizar la situación, quitándose las frazadas de encima. Su madre ahogó otro grito tapándose la boca con ambas manos.

—¡Eso no parece nada! —reprendió molesta.

Señaló el apretado y levemente marcado abdomen de Ren gracias al ejercicio; más específicamente aquellas grandes circunferencias irregulares que contrastaban en un color azulado, pero en los extremos en un suave color verde. Bajo su ombligo y en la piel a la altura de la cadera, diversas marcas se esparcían. En sus costillas habían otras más pequeñas mucho más oscuras que el resto. Eran las marcas que dejaron los nudillos de Ian.

Cualquier rastro de molestia desapareció en la expresión de Gabriela para volver a la preocupación cuando vio el dolor reflejado en las facciones de Ren mientras intentaba sentarse sobre la cama.

—Mi cielo ven, te ayudo —socorrió a su hijo que intentaba levantarse entre muecas extrañas apretando los dientes para no quejarse—. Ve a bañarte, te traeré un té.

Caminó como si hubiese estado en una corrida de toros. Pero no participando y escapando de los toros; sino a un par de metros de las jaulas de los animales donde cuando los mismos hubiesen salido disparados a él lo hubieran atropellado y pisoteado en manada, uno por uno.

Dentro ya del baño intentó no mirar en el espejo su rostro lastimado ni aquellas marcas y rasguños en el costado de su cuello, donde Lansberger le enterró los dedos para ahorcarlo. También intentó ignorar el dolor bajo los brazos y sobre ellos que sentía cada vez que los levantaba o movía debido a las patadas que recibió.

Ese baño sí logró relajarlo, al menos un poco. Su madre le hizo un té, ella tenía tiempo ya que ese día debido a una junta administrativa o algo por el estilo en su trabajo comenzaron a operar dos horas más tarde. El muchacho debió contar la misma historia que le contó a Alan para justificar las decenas de marcas en todo su cuerpo.

Caminando por las desoladas calles a las siete de la mañana, Forden se comenzó a prometer a sí mismo que sería más valiente, que daría pelea sin importar lo que vio, y sin importar los rumores. Aunque sabía que igualmente no ganaría.

Porque como todos, Ian llegó a la escuela en primer año de secundaria. Todos lo consideraban un simple chico queriendo hacerse reputación de duro; nadie lo respetaba o siquiera le temía. Claro que eso no duró mucho, porque a mitad del mismo año que entró en la escuela le rompió el brazo en tres partes a un chico durante una pelea. Absolutamente todos lo vieron, cómo le atestaba golpes con brutalidad en el rostro y luego lo lanzaba al suelo para tomarle el brazo, girarlo y con uno de sus pies aplastarle la extremidad. Los estudiantes retrocedieron atónitos y mareados por el asqueroso sonido —como tomar una rama de pino y partirla moliendo su corteza—, y por el desgarrador grito del chico. Pisó dos veces más, una cerca del hombro y la última a la altura del codo; y lo hizo acompañado de una sonrisa. Lo hizo con la misma naturalidad con la que se lavaba los dientes. Desde ese día comenzaron a tener cuidado, porque no hay que ser un genio para darse cuenta de que alguien dispuesto a hacer tal daño por un pequeño mal entendido, no es una persona sana ni mucho menos segura.

Sí, SeñorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora