Capítulo 1

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¿Quién podría creer al susurro de las hojas? ¿El crujir de la madera vieja al crecer? ¿Y al viento que aullaba cada luna llena?

La evolución del ser humano, la expansión de su mente y los conocimientos. Las bases científicas, los experimentos, la acción de comprobar algo real... atentaron contra las leyendas ancestrales, dudaron del conocimiento de aquellos que mantenían unión marital con la naturaleza.



Las casas de madera eran diferentes entre sí; estaban aquellas de dos pisos, las de un piso y un establo a su lado. Pequeñas y grandes, estrechas y amplias, juntas y alejadas. En el centro de la aldea donde nevaba durante cuatro meses, llovía tres y el sol salía en los restantes; se encontraba la comisaría, junto a ella la iglesia con el nuevo Dios se alzaba compitiendo con los edificios más altos.


Krul rechistaba siempre que pasaba frente a ella cuando cargaba entre sus delgados brazos leña suficiente para mantener su hogar cálido.
Sus botas de piel se hundían en los montículos de nieve que pintaban los caminos que cruzaban los hogares de madera. El frío no llegaba a ella, el pelaje de conejo guardaba el calor alrededor de sus tobillos; una fina cuerda se enredaba entre el dorso del mismo, sujetaba la planta y llegaba hasta la mitad de su pantorrilla.

Sacudió la nieve de sus botas cuando llegó a casa.

Bajo la copa de los árboles, alejándose del montículo de casitas de madera que formaba la aldea en medio del frondoso bosque y a faldas de la cadena de montañas que se extendían kilómetros y kilómetros a la lejanía, su hogar esperaba por ella.

El fuego siempre estaba encendido debajo de la chimenea de piedra. Sobre ella, Krul solía tener una gran cacerola de hierro fundido en donde hervía crema o sopas para comer, de esa forma mantenía su comida caliente siempre a fuego lento.

La pelirosa cerró la pesada puerta empujándola con su espalda hasta que el aire gélido de la mañana fue interrumpido en el interior del hogar.
Dejó los trozos de leña sobre la mesa y sacudió sus brazos, acercándose al fuego que crujía y le llamaba. Las lenguas anaranjadas se reflejaron en sus ojos carmín, los hicieron brillar y la llenaron de calidez.

―Es inquietante― Murmuró para sí misma. Tomó el cucharón que sobresalía de la cacerola y lo uso para mover el contenido con suavidad.
El invierno estaba tan cerca y parecía presuroso por llegar a la aldea.

La pelirosa se sentó frente al fuego y se quitó la capa roja que la había cubierto de los escasos copos de nieve que se pegaban a la piel. La dejó junto a ella y se quedó con el vestido de seda blanca que siempre usaba; los cortes de la falda tenían forma de triángulos irregulares por lo usado y desgastado que se encontraba, el blanco cedía su color al crema debido a la tierra mal lavada por cada ocasión que la chica se recostaba sobre las raíces de los árboles para rezarles.

En sus mejillas estaban tatuadas dos triángulos del mismo color de sus ojos; con forma de pinceladas, en su base siendo anchas hasta terminar en punta al finalizar, se encontraban a la altura de sus pómulos y las siguientes dos unos centímetros debajo de ellas de manera horizontal. Llevaba su largo cabello suelto; un mechón cubriéndole la mitad de su frente y los demás curvándose sin aparente dirección.


Cerró sus ojos y se concentró en el chasquido de la madera que se consumía por el fuego, armonizando con el viento que llamaba a sus ventanas. El viento viajaba con el sonido; se deslizaba libremente entre los troncos de los árboles, se alzaba hacia sus copas y las revolvía como si de una danza se tratase.
El viento; un elemento más en la naturaleza que ella acogía en su interior. Su magia podía extinguirse con el paso de las generaciones, sus ancestros eran más poderosos de lo que ella era ahora, pero aún podía sentir y ser uno con la Tierra.

Red WolfDonde viven las historias. Descúbrelo ahora