Capítulo 3

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"Los lobos tienen el espíritu noble. Los lobos siempre andan en manada y se cuidan los unos a otros; un lobo solitario es un lobo vulnerable."

Mikaela no creía que el monstruo que dormía junto a la entrada de la cueva fuera noble, tampoco creía que fuera un animal vulnerable a pesar de estar solo. Con la inexistente luz que le brindaba la luna, distinguió las orejas picudas y la cola larga y peluda, el hocico se movía cuando olfateaba entre sueños y tenía su cabeza recostada entre sus patas delanteras.

Era él.

Era el animal que su tribu había cazado durante generaciones y generaciones; un lobo que llegaba al tamaño de un oso adulto, el lobo que viajaba en solitario entre las montañas que rodeaban la aldea y se acercaba solo para alimentar su sed de destrucción.

Eso le habían dicho hace muchos años. Con el tiempo, con las lecciones de cacería, había aprendido a resentir y a odiar una leyenda... que pasó a ser solamente eso: una sola leyenda.
Las ancianas de la tribu conservaban el miedo a la bestia, se encargaban de esparcirlo a los habitantes y por ellas la leyenda continuaba viva.

Pero Mika cumpliría veintitrés inviernos pronto y nunca había visto al animal que acechaba, al protagonista de las pesadillas y los cuentos de terror.

Hasta ahora.

Sabía que era él porque llevaba un par de horas observándolo desde su rincón en la cueva. Tras haber despertado y después de despabilarse, el miedo lo heló mucho más rápido que el viento que aullaba afuera.
Pero el animal no se movía, no parecía estar a la defensiva y mucho menos en guardia.

Las ancianas siempre habían dicho que el monstruo de la leyenda era insaciable, que no dejaba nada a su paso y no buscaba alimentarse, sino destruir. No atacaba la aldea para saciar su hambre, solo lo hacía porque parecía disfrutarlo. Ese era el animal de las pesadillas que estaba frente a él

Mikaela tiritaba de frío. Su capa roja apenas lograba cubrir sus piernas, en algún momento se desprendió de su cuello y quedó sobre el suelo; y el rubio no se atrevía a moverse para tomarla de vuelta. Temía que el gran lobo se diera cuenta.

Estaba cansado, su cuerpo entumecido por el frío y tenía miedo. No podía pensar con claridad. La única conclusión a la que llegaba era que moriría ahí, y eso ni siquiera le molestaba. Si moría ahí no tendría que volver a la aldea, no estaría obligado a llevar una vida que él no deseaba. En cierta manera, era como si le ofrecieran su libertad en conjunto con la muerte.

El rubio exhaló sobre sus manos para calentarse y comenzó a arrastrar la capa roja recogiéndola con lentitud para poder cubrirse bien con ella. Sus dedos dolían por la rigidez de tanto tiempo quietos y dolían más por el simple movimiento al tirar de la tela.

Se levantó de su lugar sin acomodarla bien. Desconocía si los lobos lograban distinguir los colores, pero no quería arriesgarse a llamar su atención.

Estuvo de pie con extrema lentitud, apoyando su mano libre contra la fría roca a su espalda. Sus ojos azules no se apartaban del enorme montículo peludo que custodiaba la entrada.

¿Qué pasaba si, en vez de salir, entraba más a la cueva?

Se perdería. Seguramente el lobo lo encontraría y lo despedazaría. Nadie encontraría su cuerpo nunca.

Mikaela arrugó su frente cuando vio las orejas del animal moverse en su dirección, tal como un radar que lo seguía. Bastó con dar un paso a su dirección, y la nariz del lobo negro aleteó al mismo tiempo en que sus párpados se alzaban.

El rubio se petrificó ante una nueva oleada de miedo.

Pero el lobo se limitó a dejar caer su torso hacia un lado, mostrando un poco de su estómago y estiró sus patas al desperezarse.

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