II

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«Uno es dueño de lo que callay esclavo de lo que habla»

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«Uno es dueño de lo que calla
y esclavo de lo que habla».
Sigmund Freud.

El reloj de la sala principal podía observarse, sin mucho detalle, desde el lugar en el que estaba parada. La manecilla pequeña marcaba un diez, y la grande estaba entre el cuatro y el tres. Dos cuerpos, en la habitación de arriba, se movían con premura, como si temieran que si sus figuras dejaran de chocar entre sí por el más mínimo instante dejaran que su excitación menguara.

Él, sujetaba las caderas de su compañera con fuerza, clavaba sus dedos sobre la fina piel blanca. Ella, mordía su brazo para disminuir los decibelios de su excitación tempranera.

Yo, aunque quería, no podía apartar la vista de aquel simple acto. No era por el morbo que causaba en mi sistema, o el encogimiento de mi vientre al sentirme nada ajena a esa escena; era esa voz en la línea telefónica que había logrado paralizar cualquiera de mis movimientos.

—El gato murió sabiendo, Danna. —La voz de mi interlocutor es metálica, artificial—, dime entonces, ¿qué papel tomarás desde ahora?

Los cuerpos se doblaron, sus pieles sudadas se unieron durante el largo beso hasta que alguien gritó. Ambos se vistieron de manera rápida mientras el tono de la llamada finalizada pitaba en mi oído.

La puerta se cierra, todos se dirigen a la sala y ella habla.

—¿Dónde lo encontraron?

Era un lindo reloj de pulsera, demasiado fino para extraviarse por error, demasiado caro para que un ladrón lo olvidara, bastante conocido para que todos en la sala supieramos que era el regalo favorito de Remsy. Su hermano niega con la cabeza mientras tamborilea con su pie el fino piso de madera.

—Debemos seguir buscando— sentencia.

De pronto, mi cuerpo se siente más liviano. Mi mente solo piensa en un escenario.

Mientras los otros se profundizan en el bosque yo camino, de forma autómata, hacia la salida. Me alejaría lo suficiente del lugar, así de asustada como me hallaba.

Alguien me llama, no me detengo. Mis pasos son lentos, meditados. Una mano sujeta mi brazo, no la aparto aunque repentinamente siento un escozor justamente ahí. La persona se para frente a mi, sus ojos castaños me observan con curiosidad.

—¿Tomaste tus vitaminas, Danna? Sabes que no puedes salir de casa así cómo así, es peligroso—. Su voz es suave, pero sus palabras son, de cierta manera, duras. —Luces pálida, te llevaré a casa; sube.

No protesto.

No digo nada.

El viaje de regreso al centro de la ciudad es silenciosa, perezosa y somnolienta. Mis párpados vuelven a sentirse cansados. Escucho su voz diciéndome siempre lo mismo: «no te quedes dormida, ya estamos por llegar».

De pronto estoy cerrando mis ojos, escucho cómo las olas chocan contra los riscos, cómo los otros gritan el nombre de Remsy, cómo alguien a mi lado repite mi nombre varias veces.

Los sueños de DannaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora