Un camino de esperanza

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Dando un par de pasos torpes se acercó El Santo al cuerpo de José Antonio que parecía sin vida ahí tirado sobre el suelo. A pocas cuadras del galpón el cuerpo le comenzó a doler, sus condiciones físicas no eran las misma desde hacía bastante tiempo (no era que el hacer deporte pudiera hacer alguna diferencia en su desgastado cuerpo), simplemente no aguantaba el peso del niño que yacía en sus brazos, aunque el adolescente era delgado sus pequeños huesos pesaban, cargar peso muerto no es tarea fácil: ni de un sólo hombre se repetía El Santo.

Miraba al pequeño niño que permanecía inconsciente pero respirando.

El escondrijo de Arturo estaba a la vuelta de la esquina. Las pequeñas y regordetas piernas no aguantarían más, el cuerpo larguirucho del niño que yacía sobre los brazos del padre alcanzaba escasamente unos cuarenta y dos kilos mucho más de lo que a la vista aparentaba. Gracias a que las calles estaban desoladas después del holocausto gran parte de la ciudad estaba en ruinas, en especial esa por donde ellos se paseaban desprotegidos, aún faltaban muchas horas para la llegada del toque de queda, los dos se protegían por irónico que parezca bajo la lluvia. Arturo era cuatro o cinco años mayor que El Santo, durante un largo tiempo compartieron un sin fin de responsabilidades o aventuras como ellos solían llamarle en épocas de Los Infructuosos, parte de sus tareas estaban orientadas a la infiltración y manejo de la información a escalas inexplicables buscando restaurar el orden. La lluvia estaba por cesar, el padre debía buscar un sitio donde poder esperar a que el niño se recobrará, se apoyó sobre una pared para poder recuperar un poco las fuerzas que le estaban fallando. En la esquina baja de la pared se visualizó una pequeña marca, un sello o mejor dicho un símbolo que difícilmente alguien notaría, el padre con toda la experiencia de los años pasados lo hizo, vio la pequeña y casi invisible marca de dos triángulos puestos uno encima de otro. Una estrella de David tallada, el rostro inexpresivo de El Santo había cambiado, cansado por el esfuerzo al que no estaba acostumbrado cruzó la calle e intento buscar una puerta para tener un lugar donde recostar al niño, una vez hallada la puerta color ladrillo pateo tres veces sobre ella con la pierna derecha y luego una con la izquierda, aparentemente es la clave para poder entrar. Cuando ya estaba por darse la vuelta y continuar con su largo camino el chasquido de la puerta semi oxidada alertó los sentidos del padre volviendo la mirada encontrándose sobre ella el rostro de un viejo amigo que hace tiempo para él había muerto en acción, la sorpresa se apoderó de los reflejos de ambos hombres que intercambiaban miradas, en sus mentes volaban las palabras: como era posible.

–¿Eres tú, Arturo?

–¿Eres tú, Rodriguez? –refutó.

Ambos se quedaron fijamente mirándose sin pestañear un poco, las miradas de ellos ocultaban una profunda desaprobación de lo que estaban observando, «no es posible», pensaban, los incontables momentos que ambos compartieron en otro tiempo les había hecho más que simples amigos.

–Soy yo... –interrumpió el padre.

–Ven pasa. ¿quien es el pequeño?

–Ya te lo explicaré más adelante.

Juan Domingo abrió los ojos observando todo a su en derredor, busco rastros de El Santo y el niño, no había nada a la distancia que pudiese llamarle la atención, escrutó en sus pensamientos buscando una explicación para lo que le había pasado por segunda vez frente aquel niño, recordó el mal momento que tuvo: el fuerte dolor en el pecho, la dificultad para respirar, el dolor intenso en su mente, la agonía bajo la asfixia sintiendo como se le escapaba la vida. Haciendo acopio de las fuerza que no poseía se levantó, no se encontraba bien de equilibrio. Llevo sus manos sobre el rostro para espabilarse cuando las retiró vio en ellas sangre, su rostro estaba cubierto de ella desde la nariz hasta las orejas. Miro al techo «esa comadreja... –pausa–. Me las pagará, y El Santo también», pensó el hombre de unos cuarenta y tantos años de edad, con un cuerpo musculoso repleto de tatuajes, calvo sobre los ciento ochenta y cinco centímetros de estatura. «aquellos ojos, ¿por qué se le pondrán rojos?», susurró. Dio la vuelta. Su equilibrio estaba volviendo poco a poco, sus sentidos se enfocaban nuevamente. Camino hasta la habitación donde acostumbraba a dormir. Se recostó un rato, luego se encargaría de ese par y los huérfanos. Su cuarto estaba hecho pedazos habían saqueado su morada, las pequeñas comadrejas le habían robado el día anterior, con una pequeña rebelión en manos de Manuelita.

Ojos RojosWhere stories live. Discover now