Los chicos de la banda han declarado que dos semanas son más que suficientes para que mis tímpanos hayan sanado, o al menos mejorado. Ni siquiera tenemos un nombre que nos identifique como un grupo y, por lo tanto, que nos haga sentir más unidos. O simplemente unidos. Así que mi simpatía por ellos ni siquiera ha superado el cuarenta y cinco por ciento.Se las han ingeniado para que toquemos en un nuevo bar de rock. Este da la impresión de ser más fino. Es sorprendente tomando en cuenta nuestra calidad musical. Los chicos tienen la sospecha de que nos pagarán con algo más que cervezas, o que al menos nos regalarán unas con la temperatura a 5 grados celsius. Papá asegura que la cerveza a esa temperatura roza la perfección divina. A papá también le encanta el hígado encebollado. Yo no puedo tomarme en serio las opiniones culinarias de alguien cuyo platillo favorito es el hígado encebollado. A veces tengo la certeza de que la cerveza le ha estropeado las papilas gustativas.
Estamos tocando en un bar de rock que huele a pino aromático. Black Ice. Los chicos y yo, sin un nombre en común, interpretando a Caifanes. Yo podría ser un niño feliz. Pero a pesar de que el local tiene aire acondicionado, asientos forrados con cuero, bocinas de alta potencia y que el número de clientes supera la media, no me siento motivado y en la tercera canción tengo dos raíces de sangre brotando por mis orejas. Yo no soy un niño feliz.
Mis tímpanos zumban. Zumban demasiado. No puedo concentrarme en la guitarra. Parpadeo parpadeo parpadeo. Los rostros se tornan borrosos. No sé a quién pertenecen todas estas manchas. Deben estar murmurando; por primera vez deben estar prestando atención. Rojo rojo rojo. Me sorprende que no sea negro. La sangre se acumula y borbotea en mis oídos.
Y estamos fuera del bar, sentados sobre la banqueta. No hay alcohol. No hay paga. Sola una farola que parpadea encima de nuestras cabezas. Hay mosquitos rondando en mi nariz. La calle huele a meados. A cervezas calientes. Tengo un paño blanco que turno entre la oreja izquierda y la oreja derecha, y el resto me observa con los ojos furiosos y los hombros laxos. Están cansados. Cansados de mí porque me dicen:
—Estás fuera, Boris. Las cosas no funcionan contigo aquí. Ni siquiera estás en condiciones para seguir tocando.
Me parten el corazón y me dejan aquí solo, mientras arrancan la camioneta y se largan donde no tengan que verme más la cara ni las orejas sangrantes. El humo del tubo de escape me llena la cara y me hace toser. En este momento no me importaría que se me pudriera un pulmón, que comenzara a supurar y al final se desinflara como un globo. La calle está sucia y es excelente para que repose mi cadáver. Si muriera justo ahora, probablemente un perro callejero me orinaría un costado y un vagabundo me robaría los zapatos antes de que alguien me encontrara y llamara a una ambulancia. Después me llevarían a la morgue porque ya sería muy tarde para salvarme la vida. Entonces mamá iría a reconocer mi cadáver, lloraría frente al médico forense y los policías, pero una vez fuera, una vez estuviese sola en el pasillo gris, suspiraría aliviada. Aliviada de no tener que cargar más conmigo. Sería una mujer renovada, feliz, como si le hubiesen extirpado un tumor maligno. Se divorciaría de papá y se iría a vivir a la costa, a algún lugar como Sayulita y se las ingeniaría para conseguirse un hombre fuerte y bronceado llamado Antonio.
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Hijos de Saturno
Teen FictionDespués de ser parte de una serie de bandas de covers, Boris comienza a sentirse defraudado con la única actividad que parecía tener sentido para él. Entre problemas con su madre, conversaciones con sus ídolos y el descubrimiento de un joven cantant...