Es curioso con lo que se queda uno, las cosas que recuerdas cuando acaba todo. Yo
aún veo los paneles de las paredes de nuestro camarote y recuerdo con precisión lo
lujosa que era la alfombra. Recuerdo el olor a agua salada que permeaba el aire y se
me pegaba a la piel, así como el sonido de la risa de mis hermanos en la otra
habitación, como si la tormenta fuera una emocionante aventura en lugar de una
pesadilla.
Más que cualquier sensación de miedo o de preocupación, en la estancia flotaba
cierta irritación. La tormenta estaba estropeando nuestros planes para la noche; no
habría baile en la cubierta superior, adiós a la ocasión de pasearme luciendo mi vestido
nuevo. Aquellas eran las cosas que me preocupaban entonces, tan insignificantes que
casi me avergüenzo de confesarlo. Pero eso era antes, cuando la realidad me parecía
casi como un cuento, porque era estupenda.
—Si el barco no deja de balancearse, no voy a tener tiempo de arreglarme el pelo
antes de la cena —se quejó mamá.
Yo la miré desde mi posición, tendida en el suelo, haciendo esfuerzos por no
vomitar. El reflejo de mi madre me recordó el póster de una película: sus rizos estaban
perfectos. Pero ella nunca se sentía satisfecha.
—Deberías levantarte del suelo —me dijo mirándome—. ¿Y si entra el servicio?
Obedecí, como siempre, y me dirigí trastabillando hasta uno de los divanes, aunque
no pensaba que aquella posición fuera necesariamente la más digna de una señorita.
Cerré los ojos, rezando para que el agua se calmara. No quería ponerme mala. Hasta
aquel último día, nuestro viaje había sido de lo más normal, un simple viaje de familia
del punto A al punto B. Ahora no me acuerdo de adónde nos dirigíamos. Lo que sí
recuerdo es que viajábamos con estilo, como siempre. Éramos una de las pocas
familias afortunadas que habían sobrevivido a la Gran Depresión con nuestra fortuna
intacta. Y a mamá le gustaba asegurarse de que la gente lo supiera. Así que estábamos
instalados en una bonita suite con grandes ventanas y personal a nuestro servicio. Me
planteé llamar a uno de los sirvientes y pedirle un cubo.
Fue entonces, entre la confusión del mareo, cuando oí algo, casi como una lejana
canción de cuna. Aquello despertó mi curiosidad y, por algún motivo, me dio sed.
Levanté la cabeza, desconcertada, y vi que mamá también se giraba hacia la ventana,
intentando localizar el sonido. Nuestras miradas se cruzaron por un momento; las dos
parecíamos querer confirmar que lo que estábamos oyendo era real. Cuando tuvimosContinuará .....