claro que no estábamos solas, volvimos a mirar hacia la ventana y escuchamos. La
música era de una belleza embriagadora, como un himno sacro para un devoto.
Papá asomó por la puerta del baño, luciendo un nuevo apósito en el punto donde se
había cortado al intentar afeitarse durante la tormenta.
—¿Eso es la banda? —preguntó. Su voz tenía un tono tranquilo, pero sus ojos
reflejaban una desesperación inquietante.
—Puede ser. Parece que viene del exterior, ¿no? —De pronto, mamá parecía
intrigada, emocionada. Se llevó una mano a la garganta al tiempo que tragaba saliva—.
Vamos a ver.
Se levantó de un salto y cogió su suéter. Yo no daba crédito a lo que oía. Mamá
odiaba la lluvia.
—Pero, mamá… ¡Tu maquillaje! Acabas de decir…
—Oh, eso —dijo, quitándole importancia con un gesto de la mano y enfundándose
el cárdigan color marfil—. Solo será un momento. Tendré tiempo de arreglarlo cuando
volvamos.
—Yo creo que me quedo aquí —respondí.
Aquella música ejercía en mí la misma atracción que en ellos, pero el sudor frío de
mi rostro me recordó lo cerca que estaba de las arcadas. Salir del camarote no podía
ser una buena idea en mi estado. Me encogí aún más, resistiéndome a la tentación de
ponerme en pie y seguirlos.
Mamá se giró y me miró a los ojos:
—Me sentiría mejor teniéndote a mi lado —dijo con una sonrisa.
Aquellas fueron las últimas palabras que me dirigió. En el mismo momento en que
abría la boca para protestar, me encontré cruzando el camarote para seguirla. Ya no se
trataba de obedecer. Tenía que subir a cubierta. Tenía que acercarme a la canción. Si
me quedaba en el camarote, probablemente quedaría atrapada en el barco y me
hundiría con él. Entonces podría unirme a mi familia. En el cielo o en el infierno. O en
ningún sitio, si todo aquello era mentira. Pero no.
Subimos las escaleras. Por el camino se nos unieron muchísimos otros pasajeros.
Fue entonces cuando me di cuenta de que algo iba mal. Algunos de ellos corrían,
abriéndose paso entre la multitud, mientras que otros parecían sonámbulos.
Salí al exterior, sintiendo la lluvia que caía con fuerza. Nada más cruzar el umbral,
me paré a observar la escena. Con las manos apretadas contra las orejas para aislarme
de los fragorosos truenos y de la música hipnótica, intenté asimilar todo aquello. Dos
hombres pasaron corriendo a mi lado y se lanzaron por la borda sin detenerse un
momento. La tormenta no era tan grave que tuviéramos que abandonar el barco, ¿no?