Las otras, detrás de ella, sonrieron, pero sus ojos tenían una mirada triste.
—No. Sería imposible que ahora lo entendieras —dijo Marilyn, que me pasó la
mano sobre el cabello empapado, tratándome ya como si fuera una de ellas—. Te
aseguro que ninguna de nosotras lo entendió en su momento. Pero lo entenderás.
Poco a poco me levanté hasta quedar completamente erguida, sorprendiéndome al
ver que estaba de pie sobre el agua. Todavía había unas cuantas personas flotando a lo
lejos, luchando contra la corriente, como si pensaran que aún podían salvarse.
—Mi madre está allí —supliqué.
Nombeko suspiró, con ojos melancólicos.
Marilyn me rodeó con un brazo, mirando hacia los restos del naufragio.
—Tienes dos opciones: puedes quedarte con nosotras, o puedes ir con tu madre —
me susurró al oído—. Irte con ella. No salvarla.
Me quedé en silencio, pensando. ¿Me estaba diciendo la verdad? ¿Podía elegir
morir?
—Has dicho que darías lo que fuera por vivir —me recordó—. Espero que fuera en
serio.
Vi en sus ojos la esperanza. No quería que me fuera. Quizá ya había visto suficiente
muerte por un día. Asentí. Me quedaría. Tiró de mí y me susurró al oído:
—Bienvenida a la hermandad de las sirenas —dijo, y de pronto me sentí arrastrada
hacia el fondo.
Una sensación fría me inundó las venas. Aunque me asustó, apenas me dolió.