9. Luz desterrada

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Wasan fue uno de los primeros hijos de Daren y nació a la imagen y semejanza de su perturbado padre. El monstruoso Daren, hermano del honesto Dach, esposo de la bondadosa y justa Siobah, madre de dioses, fue el peor de los dioses. Y aunque Wasan nunca fue tan terrible, tampoco él fue el mejor de los padres.
Wasan se divirtió acostándose con todo cuanto se movía, ya fuese mortal o inmortal, consciente o animal. Y, como resultado, engendró a hijos bestia.

Kepamao y Moajin nacieron con un año de diferencia, de la misma madre animal. Moajin nació con un rostro y cuerpo casi humano, ágil como un mono. Tan solo sus orejas puntiagudas, larga cola, garras y pequeños colmillos delataban su parte animal.

Kepamao, en cambio, creció con el cuerpo de un monstruo. Era una criatura peluda y gigantesca, con grandes colmillos que se torcían hacia adelante, pelaje duro, coraza en la espalda y aspecto felino, como su madre.

Los pueblos huían de él, los animales se escondían. Y cuando el ser se vio por primera vez reflejado en las aguas, lloró al comprender por qué.

Sus lamentos se oyeron hasta en el mundo de los dioses. Pero Wasan no hizo nada entonces para ayudar a su hijo.

Sin embargo, Moajin, desgarrado por el dolor de su hermano pequeño, decidió que si este era horrendo, él también lo sería. Se pintó el cuerpo con metales derretidos, de tal modo que las marcas de colores quedaron por siempre marcadas en su cuerpo. Se afilió los colmillos y las garras y dejó de camuflar sus partes animales. Así, se hicieron compañía en la miseria.

Fue entonces que el dios Baran decidió que si Wasan no quería a sus hijos, sería él quien les daría refugio.
Llevó a Kepamao y Moajin a su hogar, les instruyó y les ofreció poder y riquezas. Les protegió de los juicios contra su padre, cuando las leyes de los Dioses fueron establecidas y los castigos comenzaron. Y se aseguró de que ellos no sufrieran daño alguno.

No todos los semidioses tuvieron esa suerte.

* * *

Baran se enfundó en su chaqueta azul y dorada de corte militar, con desgana. Si había algo en lo que alguna vez estuvo de acuerdo con Wasan era en que la vestimenta que los dioses usaban, a imagen y semejanza de los mortales, era ridícula. Ni siquiera le gustaban aquellos colores. Moajin, era quien le había regalado la chaqueta tiempo atrás, al igual que muchas otras prendas, intentando con poco éxito que variara de sus tonos oscuros habituales.

A pesar de todo, sabía que hoy precisamente era importante que se pusiera aquella chaqueta. Con ella dejaría clara su opinión en el juicio. Aunque su voto no fuera a tener mayor importancia aquel día, al menos mostraría un mensaje.

Así fue como llegó al palacio de la justicia, un edificio gigantesco de perla y rubí que se alzaba en un monte sobre las nubes del infinito. Algunos dioses, parientes lejanos de Baran, charlaban junto a la entrada. Le saludaron con asentimientos de cabeza al verle pasar. Varios contemplaron su atuendo en silencio, antes de volver a sus discusiones. Para la mayoría, aquel caso no parecía tener mayor importancia. Se pasaban la existencia dedicada al placer, sin preocuparse por nada que no fueran sus aventuras amorosas. De este modo, un juicio no era más que otro tipo de entretenimiento, como el circo o el alcohol para los mortales.

No es que Baran despreciase a sus familiares por actuar de semejante manera. En una vida inmortal el aburrimiento era inevitable y cada cual debía encontrar entretenimiento dónde pudiese. Él quedaba a menudo con Revalva en el inframundo para jugar a juegos de estrategia y se divertía haciendo lo mismo con los mortales.
No obstante, cuando se trataba de establecer leyes y llevar a cabo juicios, no le parecía adecuado entretenerse. Se reía de las normas a menudo, pero era lo suficientemente inteligente para intentar ser uno de los que las creaba y no de los que las padecía. Era importante estar allí para impartirlas.

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