Los dioses cobraban vida en las calles al son de la música, cuando Gáhamon penetró con el séquito de su padre en los muros de la capital. Estaban en Tallang, capital del imperio Kinú, hogar del príncipe, y a dos noches del solsticio de Iziku, en mitad del festival de verano, las calles vibraban en tonos rojos y dorados. Linternas decoraban los techos y balcones de las casas de piedra. En las plazas, las mujeres bailaban con sus grandes abanicos, llevando sus mejores vestidos. Con sus zapatos adornados con piedras, marcaban el ritmo sobre el escenario de madera y se alejaban de los hombres disfrazados de Ramasi, diosa del caos, y acercaban a aquellos que se ocultaban bajo máscaras de Singu, dios de la buena fortuna. Los ciudadanos se ocultaban bajo las figuras mitológicas de serpientes, escupe, hielo y dragonetas de la primavera, que danzaban alrededor imitando una batalla. Los músicos tocaban sus instrumentos de viento y cuerda con entusiasmo, los niños corrían de un lado al otro, con dulces en las manos, contemplando con entusiasmo.
Lanzaron flores y guirnaldas a su paso. El emperador marchaba en primera línea, flanqueado por su guardia, en su carro de oro llevado por dos inmensos corceles negros. Detrás de él, en un carro un tanto más modesto del tono azul de la juventud, se hallaba Gáhamon, saludando como había sido instruido a hacer. Se agachó para aceptar con gracia el bordado que una niña se había acercado a ofrecerle, y el pueblo rugió de entusiasmo.
Gáhamon sonrió, pensando que tendría a su padre satisfecho. Los ciudadanos estaban de su parte, le sonreían y admiraban. Y aunque la tela bordada que sujetaba en su puño era tosca y el diseño simple, de principiante, lo exhibió ante todo el mundo como si fuese una pieza preciada.
Las puertas de palacio se abrieron. Su majestad Gaharia, su abuela, les esperaba más allá de los jardines, en las escalinatas de entrada, acompañada de las doce esposas del emperador y los hermanos pequeños de Gáhamon. Para él fue una gran alegría volver a casa, a su vida normal, en la que no tenía que dedicarse a la burocracia con tanta regularidad y podía jugar con sus primos y hermanos. Sin embargo, una parte de su corazón se encogió, al pensar una niña con escamas a la que tal vez jamás volvería a ver.
Los tambores sonaron para recibirles, mientras padre e hijo desmontaban y saludaban a su familia y nobleza, según importancia de rango. Luego, como siempre se hacía en estas ocasiones, todos se dirigieron al balcón del palacio exterior, que daba a la plaza real de la ciudad. La mayoría del pueblo se hallaban ya en la plaza, vitoreando y esperando con ansias el discurso del emperador. Timaro, su padre, alzó los brazos al mismo tiempo que un gran gong sonaba y se hacía eco en la plaza. En cuestión de segundos, se hizo el silencio.
—Son momentos de gran alegría —comenzó con tono solemne, su voz alzándose para cautivar a todos los oyentes—. Son momentos de festejo y celebración. Una larga travesía nos alejó estos últimos meses de nuestros deberes en palacio. Y temíamos, debido al mal tiempo, no llegar a tiempo para el festival del solsticio. Más, Singu nos ha favorecido y al fin hemos regresado al amado hogar. Somos, además, portadores ahora de nuevas alianzas, que fortalecerán nuestro comercio y proporcionarán riquezas a todo el imperio. Y con las copiosas cosechas de los últimos años y los almacenes llenos, puedo asegurar, que nadie tendrá que pasar hambre en el futuro cercano.
Por supuesto, el pueblo se regocijó ante aquel mensaje, aunque nadie en la ciudad había muerto por hambruna en la última década. El imperio Kinú era fértil, rico en minerales y magia, y prosperaba.
Con un nuevo alzamiento de manos, el emperador Timaro consiguió acallar a sus súbditos de nuevo.
— Además, varios de nuestros reinos vecinos han deseado participar este año en nuestros festejos y, en los próximos días, traerán a la capital suculentas delicias de sus hogares que serán repartidas por las grandes ciudades de Tallang, Shanía, Camún y Meherín —de nuevo, se vio obligado a silenciar los aplausos y gritos—. Sin embargo, hay otra fecha importante que debemos tener en consideración. Como ya sabréis, se acerca el duodécimo aniversario de mi primogénito, vuestro príncipe heredero. Y hemos decidido que esta es la fecha indicada para convocar le a participar en el reto de las siete muertes. Cómo dicta la tradición, una vez anunciado el reto, el heredero obtendrá tres solsticios más de preparación antes de que comiencen las pruebas. Así, pues, en tres años, el príncipe Gáhamon se enfrentará a las siete muertes y, por supuesto, cualquier otro heredero que así lo desee, podrá participar y, de salir victorioso, será premiado con el futuro del imperio.
Por varios minutos, todos los oyentes del rey mantuvieron el silencio, confusos y consternados. Luego, regresaron los gritos y su padre le rezó a la diosa Iziku, pero Gáhamon fue incapaz de escuchar palabra. Su mente era un torbellino, su corazón se sentía atrapado en su pecho, mientras intentaba comprender el reto lanzado por el emperador. Conocía la historia de las siete muertes. Sus tutores le habían hablado de ella en varias ocasiones y aparecía en muchas leyendas de Kinú. Pero jamás pensó que tendría que enfrentarse a ellas.
Se trataba de una tradición muy antigua y olvidada, dejada atrás por los reyes y emperadores de aquellas tierras hacía varias generaciones. Era un reto demasiado arriesgado y bárbaro para las civilizaciones modernas. Al menos, eso le había contado su profesor de política. En las leyendas, el héroe tenía tres años para entrenarse antes de enfrentarse al reto de las siete muertes. Se llamaba así, porque porque tenía lugar a lo largo de siete días, dónde los participantes, luchaban en cada ocasión contra una bestia invulnerable. En las leyendas, el héroe era el príncipe, si sobrevivía, pero muy a menudo, también era el villano, al que un soldado o legítimo heredero al trono, derrotaban con la ayuda de los dioses. La idea del reto era que cualquier primogénito de un reino, sin importar su procedencia, pudiese luchar por el derecho al trono. No obstante, el reto se había dejado de lado tiempo atrás, porque demasiadas personas morían en él y, por supuesto, ningún padre quería arriesgar la vida de su hijo. A excepción del suyo.
El discurso se acabó y la cena tuvo lugar con conversaciones amenas. La emperatriz madre, su abuela, miraba al emperador con gran desaprobación. Pero nadie comentó la decisión que había tomado. Cuando llegó la hora de cambiar la vestimenta en preparación al festejo de llegada, Gáhamon encontró por fin el valor de hablar con su padre. Se arregló las mangas mientras avanzaba con manos sudorosas hasta las cámaras reales. Su padre se hallaba solo, únicamente acompañado por un ayuda de cámara y el consejero real. Sus esposas habían sido despedidas aquella noche.
— ¿En qué puedo ayudarte, hijo mío?—Le preguntó, después de que el niño hiciese la reverencia.
Vaciló, inseguro de que sus palabras fuesen a caer bien en los oídos del emperador. Finalmente, inquirió:
— ¿Qué sucederá si pierdo el reto?
Por supuesto, Gáhamon no se refería a si moría, algo en lo que no quería pensar. Cabía la posibilidad de que sobreviviese a las siete muertes, pero fuese otro candidato el que derrotase a las bestias. Su padre le entendió sin necesidad de que se explicase:
—Entonces no serás nada—contestó—. Será como si no hubieras nacido.
Gáhamon tragó saliva sin saber que decir, deseaba no haber preguntado aquello jamás. Timaro contempló a su hijo antes de añadir: —Mañana comenzarás tu entrenamiento.Ese fue el final de aquella conversación, pero para Gáhamon, también significo el final de algo mucho más importante.
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Detrás de un velo rojo
Roman d'amourUna apuesta en el cielo, una guerra en la tierra, un amor en secreto. Ríala y Gahamon se conocieron por primera vez cuando ambos eran niños. ¿Cómo podrían imaginar lo que los dioses les tendían planeado? Sus ojos se encontraron y de inmediato sonri...