Capítulo 2

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Amanecí enredada en el nórdico, con los brazos debajo de los almohadones, casi abrazándolos; con el pelo extendido sobre mi rostro, mi espalda y las almohadas.

Abrí los ojos y un dolor punzante en las sienes me indicó que efectivamente había dormido peor que mal. Los sucesos de anoche no habían parado de repetirse en mi subconsciente; al igual que lo que me dijo John Pyton. ¿Seducir al nuevo capitán? ¿En que cabeza cabía eso? ¡Era completamente absurdo!

Un ronroneo me sacó de mis pensamientos. Algo suave se frotó contra mi vientre desnudo. Levanté la ropa de cama y vi una bolita negra acurrucada en el hueco que formaban mis piernas encogidas y mi cuerpo.

−Así que has acabado ahí, ¿eh, pelusilla? –Dije mientras la acariciaba detrás de las diminutas orejas−. Buenos días bolita. –Abrió los ojos perezosamente. Me resultaba divertido que tuviese un ojo de cada color. Su ojo amarillo le daba ese aire de gato perverso de las películas, y su ojo verde le daba un aire de misterio y astucia. Si juntabas los dos se producía un efecto llamativo. Me miró como diciéndome que la dejase dormir cinco minutos más−. Está bien enana; pero cuando termine de ducharme vendré a por ti.

Me desperecé y me estiré haciendo crujir todo mi cuerpo. Me peiné un poco con los dedos y bajé de la cama. Un escalofrío me recorrió el cuerpo cuando mis dedos tocaron el suelo frío. Agarré una camiseta enorme y me la puse para taparme un poco.

Subí las persianas y abrí las ventanas. Ante el aire frío que entró, mi gatita se escondió debajo de las sábanas. Un par de ojos me miraban con rencor. Me reí por lo bajo y abrí el armario. Cogí mi ropa interior de encaje, unos pantalones de cuero y mi jersey calentito de lana gorda y suave con dibujos de copos de nieve. Muy navideño. –Pensé.

Además, como había nevado era muy apropiado. Cogí una camisa blanca para ponerme debajo y me fui hacia la ducha.

Dejé mi ropa sobre un taburete y me metí debajo del chorro de agua caliente. Al instante noté cómo una sensación de tranquilidad me invadía. Los músculos se me habían quedado agarrotados y se me relajaron inmediatamente. 

Disfruté de la paz del baño, tomándome mi tiempo. Los papeles con la información del caso estaban sobre la mesa de la cocina, donde Bradley los había dejado la noche anterior. No paraba de darle vueltas al asunto de la relación, por así llamarla, sentimental entre el asesino y la víctima. Me costaba entender que, tras haber asesinado a la primera chica; tras haber matado a su querida, hubiese seguido matando. Aquello era lo que no encajaba.

¿Se sentía responsanble, tal vez; y por ello sentía la necesidad de acallar su conciencia matando a las chicas que se parecían a ella? ¿O tal vez la chica seguía viva y al no poder encontrarla ni hacerla suya mataba a jovencitas que se parecían a ella? Todo aquello me tenía en vilo, pero era lo último que podía deducir en aquellos momentos, dado que no había comenzado a leer los informes. Necesitaba hacerlo cuanto antes, porque la incertidumbre me estaba carcomiendo.

Tenía pensado quedarme mas tiempo en la ducha, pero la espera estaba impacientándome. Salí, me sequé y me vestí. Me cepillé el pelo, y me lo sequé. Tenía tanto pelo, tan largo, tan voluminoso y tan rizado que parecía la cabellera de uno de los leones del Parlamento. Me gustaba mi pelo así, tan salvaje, tan natural. No solía alisarlo, en parte porque era una tarea ardua y costosa debido a su abundancia. A pesar de aquello, a mi pelo se le podía hacer de todo, era bastante agradecido. No se encrespaba, algo de agradecer con el clima del país donde vivía.

Empecé a pensar en que hacía mucho que no pisaba mi casa. Ni siquiera fui en verano. En vez de ir a España a ver a mis padres me había ido a Capri. Realmente fue por motivos de trabajo, tenía que investigar al hijo de un magnate griego, por orden del mismo. Además, así aproveché para ver a mis abuelos, que estaban en la villa de mi familia y para tomarme un descanso. Pero a pesar de que esa finca es uno de los sitios donde prácticamente mis hermanos, mis primos y yo nos habíamos criado, echaba de menos mi casita. Y por qué negarlo, a mis padres. Esperaba que al menos mis hermanos hubiesen tenido la decencia de ir.

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