Capítulo 1

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Ya solo me quedan un par de cosas que meter en la maleta, cuando el móvil comienza a vibrar sobre la cama. Miro la pantalla, es Arnau. No tengo demasiadas ganas de cogerlo porque despedirme de él va a ser demasiado duro, pero sé que debo hacerlo o sino me arrepentiré. Dejo la camiseta que tenía en la mano en el suelo y cojo el móvil. Me tomo unos segundos y trago saliva, al fin, descuelgo. No digo nada, espero a que sea él el que hable primero.

–...Luna, quiero hablar contigo, necesito hablar contigo, –me dice con voz pausada– ¿podemos vernos antes de que te vayas?
– Sí, supongo que sí. –Respondo sin pensar porque en verdad no sé qué responder ni cómo– Dime una hora y un lugar y allí nos veremos...
– Pues... si quieres sobre las 9 y media en el parque que está junto a tu casa. –Balbucea.
– Por mi bien. Hasta entonces. –Digo apresurada porque mi madre está llamando a la puerta.
– Hasta entonces, cariño. –Y cuelga el móvil.

Abro la puerta rápidamente de mi habitación y mi madre me pregunta algo impaciente que si ya he terminado de preparar todo, a lo que le respondo que ya casi está y se marcha. Cierro la puerta y me apoyo sobre ella. No sé describir cómo me siento exactamente, pero lo que sí sé es que feliz no estoy. La corta conversación con Arnau ha sido más fría que nunca, supongo que es por la situación. Me voy todo el verano fuera y aunque parezca poco tiempo, y realmente lo es, nunca hemos estado tanto tiempo separados. Desde que comenzamos a salir hace once meses nos hemos visto todas las semanas, mejor dicho casi todos los días, ya que íbamos juntos a clase, además, quedábamos cada fin de semana. Supongo que pensábamos que nunca tendríamos que separarnos aunque fuese solo por un tiempo. Incluso habíamos pensado en estudiar en la misma universidad, ya que a ambos nos gusta lo mismo. Pero que tuviese que irme todo el verano a mi pueblo había sido bastante inesperado, no solo para él, sino también para mí. No me gustaba ir al pueblo, realmente lo odiaba. Llevaba sin quedarme desde que tenía diez años, desde entonces solo había ido para ver a mis abuelos, a los que adoro, pero solo estaba pocos días y no salía de casa, ni siquiera me asomaba a la ventana. Y todo debido al miedo que me producía encontrarme con aquel chico que me hizo odiar el verano, odiar el pueblo y odiarme a mí misma. No me gusta hablar, ni pensar sobre ello, pero la idea de tener que quedarme allí casi tres meses me recordó todo esto y sinceramente, me aterraba. Por otra parte no tenía otra opción, mi madre me había pedido por favor que me quedase allí para así acompañar y cuidar a mi abuela que se había quedado sola; por suerte, pensar en pasar tiempo con ella me tranquilizaba cada vez que recordaba el hecho de que iba a tener que pasar tanto tiempo allí.

Miro el reloj que tengo sobre mi escritorio, no sé cuánto tiempo he estado perdida en mis pensamientos, pero lo que sé es que el reloj marca las ocho. Tengo apenas hora y media para acabar de preparar la maleta y cenar, ya que mañana madrugaremos para que mi madre me pueda llevar y pueda volver puntual a su trabajo. Me apresuro a meter las últimas camisetas y voy al baño para preparar el neceser. Una vez he metido todo en la maleta, doy un repaso rápido mentalmente de las cosas más esenciales con la intención de que no se me olvide nada y reviso cada estantería por si he dejado algo necesario; la verdad no sé por qué reviso una y otra vez que no se me olvide nada si al fin y al cabo, tampoco voy a hacer gran cosa. Por fin lo doy por finiquitado y cierro la maleta. Voy rápidamente a la cocina para cenar; de cenar hay puré, que detesto, pero hago un esfuerzo y me lo tomo entero en diez escasos minutos. Voy de nuevo a mi habitación y vuelvo a mirar el reloj, son las nueve y diez, en situaciones normales tendría tiempo de sobra para prepararme y llegar al parque puntual, pero no, hoy no es un día normal. Me lavo los dientes y me peino a carreras, me siento en la cama para ponerme las zapatillas, pero cuando me siento, pienso sobre lo que irá a pasar o no y, los nervios me superan. Me dan ganas de llamarle y decirle que me encuentro mal y no puedo ir, pero no puedo hacer eso, me remordería la conciencia todo el verano y sería peor, así que me acabo de poner las zapatillas, me pongo frente al espejo e intento mostrar seguridad en mí misma para calmarme. Son casi y media cuando salgo por la puerta de casa, bajo por las escaleras para así tener unos segundos más para tranquilizarme. En verdad estoy haciendo un mundo de una simple despedida, pero durante estos meses él había sido mi mundo. Llego a la calle y camino rápido los pocos metros que separan el parque de mi portal. Llego a un paso de cebra, el semáforo está rojo y nunca me había sentido tan agradecida de que estuviese así, porque veo que al otro lado del paso, en la puerta del parque, está Arnau. Me detengo y veo que me está mirando, intento mantener la compostura y trato de disimular mis nervios. La luz del semáforo cambia a verde, no me queda otra que cruzar.

AQUEL VERANO | @lajirafanaranjaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora