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Nos preparamos para salir de fiesta. La lluvia seguía estropeando la emoción de bailar por la calle y que nos acosasen los borrachos y sintiéramos ese miedo de que nos aconteciera cualquier desgracia. O eso decía Lubi. Era muy provocativa. Y demasiado desentendida. Como si el mundo estuviera en otra sintonía distinta a la suya, y no al revés. Soberbia, altiva, orgullosa, pero amigable. ¿Qué pasaba por su cabeza para creerse por encima de todo? O mejor dicho... ¿qué pasaba por su alma? Sonreía, contoneando su cuerpo mientras sonaba una canción y se vestía. Falda que mostraba más que tapaba. Sí, minifalda, con una especie de corsé rojo y unos pendientes de aros con unas botas negras. Yo iba más formal. Un pantalón vaquero, botas marrones y blusa azul.

–Mira, te tengo una sorpresa.

–¿Hm?

Se fue a otra habitación y trajo unas chaquetas de cuero negras, de buena calidad. Estilo ochentero.

–¿Te gustan? Son iguales. Así marcaremos nuestro terreno.

–¿Eh? ¿Somos ahora machos golpeándose el pecho?

–Jaja. Nah, es para destacar por encima del resto.

–Es preciosa, sí, pero...

–¿Qué?

–Ya es suficiente de tanto regalo. Me voy a sentir...

–Calla. No importa. –se puso un gorro de lana blanco, y me dijo: –Si no te gusta puedes devolvérmela. Pero sé que te gustará.

–Bien lo sabes tú que sí. –me la puse. Encajaba a la perfección conmigo.

Del coche a la discoteca nos calamos enteras. Apenas fueron dos segundos bajo la lluvia, pero era tan intensa que no pudimos evitarla. Nos reímos, quedándonos en la entrada bajo un toldo mirando el agua caer. El portero de la discoteca nos dejó entrar sin pedirnos el carnet. Era la ventaja de ser mujer, que eran menos selectivos para que no hubiera tanta salchicha por metro cuadrado. Y, una vez dentro, fui cegada por las luces parpadeando y la música atronadora. La gente bailaba. De forma patética, pero como estaban borrachos no les importaba en absoluto. Llevaban copas en las manos, cayéndoseles o bebiéndolas de un trago, o dejando que se las robasen por estar a otras cosas. Vi de todo un poco en apenas un minuto que estuve analizando la situación. Las luces se volvieron más normales y Lubi tiró de mí hasta la barra, donde pidió un ron con cola.

–Ya verás, está muy rico.

–A ver, a ver. –dije yo dándole un sorbo. Tosí. Me supo muy fuerte.

–No estás acostumbrada al alcohol. Ay, mi niña...

–Calla, calla. –bebí más, pero seguí tosiendo. Ni que estuviera fumando un cigarro...

–Ven, vamos a la pista. –tiró de mí. Habíamos dejado los bolsos en el coche para no tener que preocuparnos por ellos. Lubi se contoneó, como lo hacía enfrente del sirviente. Sensual, como si nada le importase. Yendo al compás de un ritmo distinto al de la discoteca. Un ritmo que sonase en su mente. Y, lo peor, es que al bailarlo lograba que tú también lo oyeras, que tú también quisieras bailar a ese ritmo. Entré en una especie de trance mientras seguía sus movimientos. Me olvidé del mundo y de mí misma. Mi alma flotó por encima de mi cuerpo. La música dejó de oírse para escucharse el sonido de la lluvia rebotando contra el suelo y los rayos enfurecidos brotando del cielo. Y apenas fue un minuto. Pensé que me habría drogado. Pensar me hizo desvanecerme del trance. ¿Qué efecto tenía Lubi en mí? Miré nuestro alrededor. Nadie se había fijado en nosotras. ¿Estaba ella contaminándome de alguna forma? O, al revés, ¿purificándome?

Parpadeé varias veces echándome hacia atrás. Ella se acercó a mí y me preguntó:

–¿Estás bien?

La SombraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora