LGBT 4: T.

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Mis padres siempre me dijeron que era lo correcto, que había hecho lo correcto. Geoff era mi hermano menor y lo amaba. Él me amaba. Hacíamos todo juntos y era mi mejor amigo. Jugaba cualquier juego conmigo, incluso si era algo «femenino» que los chicos no debían hacer. Esto fue en la década de los cincuenta y los varones no jugaban con muñecas Ruthie ni cochecitos de bebé. Yo no pensé que fuera raro porque los niños no se preocupan por cosas como esas.

Pero nuestros padres fruncían el ceño ante sus conductas «femeninas», así que Geoff y yo aprendimos a ocultar nuestros juegos. Estos eran tiempos más simples y de mayor confianza; los padres dejaban que los niños merodearan el vecindario y que tomaran el autobús hacia la ciudad. Una vez que estábamos en el parque, Geoff se llevaba mi bolso a los arbustos y se vestía con ropa mía. Cuando emergía, nacía Susie.

No había ningún nombre para esto en ese entonces, con la excepción de «homófilo» e «invertido», palabras cuyos significados desconocíamos. Para mí, solo era cuestión de que mi hermano menor se convirtiera en mi hermanita. Los niños no perciben el «error» de tales asuntos.

Más concretamente: en la cumbre del cristianismo occidental, realmente no conocíamos la diferencia entre los chicos y las chicas aparte de la manera en la que nos vestíamos y nos arreglábamos el cabello.

Y una vez que Geoff se ponía una de las pelucas rubias de mi madre y le ató algunos listones, nadie podía distinguir que él realmente no era una ella.

Desde mi punto de vista, Susie era real.

...

Ese fue nuestro ritual por años. Siempre me pareció que Geoff estaba mucho más vivo cuando era Susie. Más libre, más genuino. Pero a medida que crecíamos, me di cuenta de que algo andaba mal con lo que hacía, así que se lo conté a nuestros padres.

Sí, me culpo a mí misma por ello, pero pensé que estaba haciendo lo correcto. Deben entender los tiempos en los que nos encontrábamos, cuando Dios predominaba en Estados Unidos y el temor del «depredador homófilo» estaba en su apogeo. El pequeño Geoff, ahora con trece años y yo dieciséis, fue destrozado por mi padre con el cinturón hasta que su costado estaba sangrando. Cuando la paliza comenzó, sus aullidos de terror y dolor me ahuyentaron a mi habitación, en donde presioné mis almohadas sobre mis orejas y lloré. Pero podía escuchar los gritos de mi hermano incluso a través del lino y el edredón. Mi madre me dijo que hice algo bueno y que le informara si alguna vez volvía a suceder. Mi padre no hablaba de ello en lo absoluto; hasta donde le concernía, nunca sucedió.

Geoff me dejó de hablar por completo. Cuando se levantaba de la mesa del comedor, dejando una mancha sangrienta en las sillas pintadas de blanco, me miraba con tanta melancolía que mi corazón se quebraba un poco en mi interior. Y por supuesto que extrañaba a Susie. ¿Cómo no podría extrañarla? Me hacía falta ir a las tiendas con ella y correr por las calles con ella, riendo. Me hacía falta contarle sobre los chicos que me gustaban y me hacía falta leer con ella en el kiosco repleto de hiedra del parque.

Pero Susie no se había ido; fue sepultada.

...

Cuando me mudé a la universidad, dejé un montón de ropa que ya no me quedaba en la casa. No sabría decir si las dejé ahí por Geoff. Es una de esas cosas que has recordado de tantas formas que ya no estás seguro de cuál es la verdad.

Independientemente, esa ropa fue utilizada en mi ausencia.

Geoff siempre había sido un chico pequeño y delicado, muy similar a nuestra madre. Nuestro padre era un hombre apuesto de hombros anchos y siempre había afirmado que Geoff «crecería sobre sí mismo» una vez que fuera un hombre. No creo que Geoff quisiera eso.

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