Mi familia estadounidense adinerada.

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Soy parte de una familia estadounidense rica, en un suburbio estadounidense rico, lleno de personas estadounidenses ricas.

La vida es un infierno.

Cada mañana, yo y el resto de las Esposas nos levantamos a las cinco en punto. Quince minutos de trote por el vecindario, cinco minutos en la ducha (puesta en agua helada), veinte minutos para el cabello y el maquillaje, y luego cinco minutos para vestirnos. Si hemos logrado esto a tiempo —es decir, antes de las 5:45 a.m.—, es posible que se nos permita algo de comida sólida con nuestro café.

Vivimos en Suburbia. Blanca, adinerada y restringida. No se nos permite salir. Mi familia son los Rogers: el Esposo, el Niño y la Niña.

Limpiar, cocinar y organizar. Empacar los almuerzos. Darle un saludo de despedida a Niño, Niña y Esposo. Regar las plantas. Hacer las camas. Limpiar y organizar. Saludar a los Niños y Esposo. Cocinar, limpiar y organizar. Rezar. Irse a la cama. A veces, mi Esposo me gesticula que me ponga de espaldas para que me pueda coger, comunicándose con: «De espaldas. Ponte de espaldas. Sííííí. Justo así. Dios. Sí. Dios», como si fuera una niña retrasada o algún animal. Cuando ha terminado, se da la vuelta y ronca.

No es alentado socializar el uno con el otro, pero tampoco es amonestado. También tengo conversaciones con las Esposas de nuestros vecinos que consisten enteramente en charlas casuales. Quizá almuerce en la Cafetería para Damas con un «amigo».

No es perfecto. Ni siquiera es agradable la mayoría del tiempo, pero es algo. Una demostración de que debajo de esas sonrisas con labial rosa, voces animadas y peinados perfectamente estilizados, no estamos solas.

Esas sonrisas con labial rosa que siempre eluden la mirada.

A John Rogers le gustan las rubias de ojos azules, narices respingadas y facciones seductoras. Le gustan en el rango de altura de 170 a 180 centímetros. Le gustan delgadas, con cuerpos casi andrógenos y de edad entre los veinte y veintiséis años. Si cualquiera de esas cosas cambian, o nos hacemos demasiado viejas, llamaría a la Agencia para solicitar un modelo nuevo.

Me dicen que mi nombre es Lana Rogers. No lo es. No sé cuántas Lana Rogers ha habido antes de mí, pero el Niño y la Niña ya son adolescentes, así que debieron de haber habido varias. Pero lo que sí sé, es que nací el 21 de noviembre de 1991. Hoy cumplí veintiséis años.

Dado que mi mente fue totalmente borrada durante el condicionamiento, diría que mi primer recuerdo fue haber estado dentro de ese auto lujoso de la Agencia a medida que nos estacionábamos en la casa de los Rogers.

—¿Recuerdas esto, cierto? —dijo el hombre sentado conmigo en el asiento trasero—. Sí lo recuerdas.

—Si —reafirmé. Me habían mostrado muchas fotografías de aquí.

Se me permitió salir del auto. Caminé por la grama retocada del patio hacia la puerta frontal, la abrí, y fui directamente hacia la cocina. El Niño y la Niña estaban sentados ahí haciendo sus tareas. Alzaron la mirada cuando entré.

—Hola, mamá.

—Hola, campeón. Hola, cariño.

—¿Qué hay para almorzar?

Sabía cómo responder eso. Había sido interrogada sobre ello una y otra vez. Con una de esas sonrisas con labial rosa, fui al refrigerador y lo abrí.

—¿Qué les gustaría?

Mi esposo había llamado a la Agencia con seis semanas por adelantado, tal y como dictaba el protocolo, y me habían seleccionado y secuestrado de... Bueno, de fuera donde fuera que provenía. Aunque la mayoría de las especificaciones de los regímenes de entrenamiento y condicionamiento se habían perdido en mi mente, a veces tenía destellos de ellos. Música ininterrumpida, diálogos, fotografías y un hambre aplastante.

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