»o era Steve o no era nadie.

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Steve Rogers amaba dormir.
Jamás podría cansarse de ello.

Amaba acostarse en su cama, cerrar los ojos, y dejarse llevar por la duermevela.
Amaba sentirse balanceado por lo hilos de la somnolencia, en la cuerda floja entre el agotamiento y el sopor.

Amaba caer en el agujero negro de los sueños, porque, noche tras noche, a las puertas de la fantasía, el hombre de pelo largo con rostro casi desdibujado y alas infinitas, le esperaba.
Le tendía la mano, y el contacto era tan llameante, que Steve sentía que ardería con un simple roce.

Amaba adentrarse en ese mundo a cualquier hora del día, porque era cuando más despierto se sentía. Cuando más vivo se sentía. Cuando más todo.

La luna se alzaba como una esfera de luz cegadora en la oscuridad de la noche; como un recordatorio eterno de que hay algo más allá.
Y Steve, tumbado boca arriba en la cama, aguardaba pacientemente.

Su respiración se había acompasado a las manecillas del reloj con una facilidad pasmosa, y mientras el rítmico tic tac marcaba una melodía monótona y lenta, una hoja descendió hasta el alfeizar de su ventana.
En el momento exacto en que esta tocó la superficie, ambas agujas se juntaron y Steve cayó dormido.

Era una sensación indescriptible.
Como si estuvieras ahogándote en fuego. En continuo descenso hacia arriba. En parada cardiaca a base de latidos desenfrenados.

Steve amaba esa impresión.
Sobre todo, porque cuando volvía a abrir los ojos, -ya en sueños-, él le estaba esperando.

Siempre iba de negro. Con las alas extendidas, escoltándolo.
Y su rostro, de facciones poco definidas, se iba emborronando mientras más cerca se encontrase Steve.

El hombre, presentado a sí mismo desde el primer día como Bucky, tenía una misión encomendada cada noche: hacer a su alma gemela la persona más feliz del mundo.
Claro que, Steve no sabía eso.

Creía que Bucky era únicamente un personaje creado por su imaginación. Creía que era sólo eso; un sueño.

Y Bucky no podía hacerle cambiar de parecer. No a través de palabras.
No directamente.

Era el mismo Steve el que debía darse cuenta por sí mismo.
De esa manera, les liberaría a ambos.

Bucky, no por eso resignado, luchaba cada noche por ayudarle.
Llevaba enamorado de Steve desde mucho antes de aparecer en sus sueños, así que no le costaba nada esperar un poco más.

Para él, el tiempo sólo eran unos números en repetido movimiento.
No era un cronómetro, ni un temporizador, ni un impedimento.

Agarró con suavidad la mano de Steve, notando fuego correr por sus venas por el simple contacto.
En sueños no era posible, pero si de verdad eran almas gemelas, un simple roce entre ellos dejaría una marca en la piel del otro -no eternamente- a modo de testimonio.

Esa era una de las cosas que Bucky más ansiaba descubrir si algún día conseguía materializarse frente a Steve: qué ocurriría cuándo ambos se tocaran.

Le dirigió, como cada maldita puta noche, a un viaje de (en)sueño: al viaje más feliz.
Le dirigió, como cada maldita puta noche, a un estado de placer, satisfacción y dicha inexplicables.
Le dirigió, siempre esperando, siempre deseando, que ese fuera el último. El último viaje, el último recorrido, el último paseo, el último sueño.

Bucky era un ángel. Y su mundo estaba construido a base de la creencia en las almas gemelas.
Cuando nacían, les marcaban en la muñeca un número: número que debía coincidir con el año en que esa persona comenzara a soñar con ellos.

Till the end of the line ➳ stuckyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora