Parte 1

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Aquella mañana despertó con la inquietante imagen de un sueño. A pesar de las pesadas colchas que cubrían su cuerpo, el frío había llegado a sus huesos. Estaba ahí, recordándose con dolor su presencia. No era la primera vez, solía recordar con muchos detalles los sueños. Habría logrado predecir o adivinar cosas por sueños. Pero ese sueño era diferente, uno que pesaba y lo intranquilizaba.

Alguien estaba haciendo el desayuno en la casa, oyó el ruido de los trastos, percibía desde lejos el olor de los huevos, los frijoles quemados, el café y algún cereal bañado en leche caliente, odiaba ese olor más que los otros.

Trató de levantarse, recordó claramente el sueño y trataba de retenerlo en la memoria, pero poco a poco se disipaba, su cuerpo sudaba. Salió de aquella prisión de colchas, sábanas y cubrecamas, se sentó a la orilla de la cama hasta que pudo levantarse para orinar sin tener que hacer malabarismos. Entró al baño que había en la habitación.

Luego de orinar poco y con dolor, necesitaba bañarse para sacudir ese terrible frio que le invadía por dentro. Se colocó lentamente bajo la regadera y abrió el grifo, con el sonido del agua comenzó a recordar.

En aquel año vivía en una finca al sur de la ciudad, tenía diecisiete años, hijo único. Como todo hijo único, se divertía solo, escuchaba música o veía televisión. Le aburría las conversaciones, despreciaba la compañía de los chicos de su edad y prefería caminar horas enteras los senderos, explorar los bosques y extravíos más lejanos.

La finca era enorme, contaba con treinta caballerías entre montañas, lagunillas, ríos y pequeñas planicies, por todos lados brotaba agua fría y caliente.

Al este, había un pequeño apiario con abejas europeas, que producían una miel clara con un toque de aroma a flores silvestres, tan deliciosa que parecía trabajo de ángeles y no de abejas, cotizada como oro en los pueblos vecinos.

En el casco central estaba la casa mayor, una mansión de madera, caoba en su mayoría con algunos detalles de pino tratado, construida hacía más de treinta años. Quedaba cerca de uno de los ríos, el más grande.

Sin duda una arquitectura alejada de las ciudades, abrían paso a grandes ambientes: una piscina, varios dormitorios, un pequeño teatro que alguna vez sirvió de cine, salas de estar, comedor, la cocina y su alacena, baños con tinas de piedras que llenaban de agua caliente de la montaña, misma que corría por las tuberías de las regaderas y lavamanos de la casa y también se usaban para calentar los ambientes en las épocas más frías del año.

Las camas de maderas teñidas de un café casi negro, estaban cubiertas con colchas de lana tejida a mano, con encaje de seda y cubrecamas gruesas blancas, con estampados de diseños sin adivinar, como formando cuadros entre sí. Las chimeneas se multiplicaban a lo largo de toda la edificación, incluso dentro de los dormitorios, pues el agua caliente no basta por si sola para combatir el frío de los cuerpos.

Adentro de “la casa de las chimeneas” una sala grande adornada con enormes cuadros al óleo, unos grandes ventanales que apunta al atardecer y cortinas sacadas de un palacio. Un comedor como para dar de comer a todo el ejército romano, muchas mesas y muchas sillas colocadas alrededor del área, entre muebles de ciprés llenos de cubiertos de plata, platos de cerámica china y francesa, vasos de cristal traídos de Inglaterra, manteles con una letra “K”, inicial Kim, el apellido de la familia, el área de servicio era tan grande que cabía una pequeña fábrica de quesos y una panadera, y alojaba a más de cinco empleada domésticas con sus dormitorios.

En el jardín, como en una postal de algún palacio de Europa, había sembrado todo tipo de flores y plantas, con fuentes de piedras y hasta un laberinto vegetal, por si no bastaran ya los bosques de los alrededores.

Botones de azúcar /Adaptación.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora