EL SOL ENTRE EL ESPARTO

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Aquel día el sol me disparaba como si tuviese la expresa intención de dejarme ciego. Recuerdo que la hierba brillaba y, sin una sola nube en el cielo, reflejaba un amarillo intenso que bien podría hacer pasar cuatro matojos por hectáreas de trigo. Nada más lejos de la realidad, bendito era el día que un poco de pan entraba por la puerta de casa. "Il clima della Sicilia", decía mi padre, "in questa terra no puedes plantar ni palmeras del desierto, il demone subirá y te las quemará soplando llamaradas". Por aquel entonces me lo creía, ¿Qué niño de cinco años no se cree lo que le dice su padre? Cierto es que vivíamos en Spadafora, un pueblecito al noreste de Sicilia que ni siquiera tenía bandera y en el que no recuerdo haber visto llover.

Si mi padre me oyese ahora decir Spadafora... la primera vez que escuché ese nombre fue un día que mi padre, por razones que aún no entiendo, me llevó al puerto donde trabajaba. Fue esa misma semana, un par de días antes. Me despertó con un chillido cuando aún era de noche y me sacó del camastro sin vestirme ni entender qué ocurría. Aún en transición entre sueño y vigilia atravesé en volandas la pequeña estancia de mi casa. La luna casi llena resaltaba la nariz pronunciada de mi padre y su incipiente calvicie. Los ojos oscuros apenas me miraban, simplemente me zarandeaba de un lado a otro. Costumbres del puerto, supongo. La fina barba le cubría la mandíbula, estrecha y alargada como un casquillo de bala. Una gruesa camisa desgastada y de tono amarillento dejaba entrever el fornido resultado de tantos años amontonando cajas que pesaban veinticinco veces lo que yo aquella noche.

-Dai, Salvo, dai.- Repetía apresurado, como si el mismísimo diablo quemapalmeras nos estuviese persiguiendo, mientras me metía en una alforja de Martino.

Martino era el burro de la familia, "l'asino", como decía mi padre. Por aquel entonces creo que tenía el doble de mi edad, diez u once años. Siempre pensé que podía ser por eso por lo que mi padre lo quería más que a mí. Me introdujo en la cesta cual saco de tomates, sin importarle si estaba del derecho, del revés o con la cabeza entre las piernas. Las fibras enredadas se me clavaban en los muslos y todo el tejido tenía una textura molesta, entre afilada y arenosa. Los brazos se me quedaban pegados y me costaba respirar debido a los restos de algún alcohol extraño de los que le regalaban a mi padre en el trabajo para que volviera contento a casa. Alcohol sí, comida ni en Navidad.

-¡Arre, Martino!- Resonó la voz áspera de mi padre y Martino echó a andar.

Nada más dijo en todo el viaje, como si hubiese olvidado que yo seguía allí, aunque supongo que tampoco se le puede dar mucha conversación a un niño de apenas cinco años... quien sí fue a mi encuentro fue el sol entre el esparto, que recién salido se colaba por las ataduras de la alforja y me acariciaba la cara con más cariño del que nunca había recibido del jinete de aquel burro. El paso de Martino era cada vez más lento, casi podía olvidar dónde estaba y entre sueño y sueño veía oscilar toda la estructura. No sabía aún cuánto tardaríamos en llegar a nuestro misterioso destino cuando oí de nuevo a mi padre.

-¡So, Martino!- Gritó y sentí un temblor mientras el burro paraba en seco.

Mi padre desmontó a Martino y vino a sacudir la alforja a base de manotazos.

-¡Salvo!- Voceaba sin dejar de dar zarpazos. -¡Salvatore, despierta, joder! ¡Non siamo venuti a dormire, cazzo pigro!- Introdujo una mano en el saco y me alcanzó la pierna. Me dio un par de zarandeos antes de sacarme bruscamente mientras seguía ladrando cada vez de formas más incomprensibles. Una vez fuera me dio la vuelta como si fuese un muñeco de trapo y me cogió por las axilas. Sus ojos se clavaron en los míos esa vez y de repente su gesto cambió. Su seriedad dejó paso a una tímida sonrisa, sus ojos parecían brillar como en las películas y me apretaba el cuerpecito como si se dispusiera a decir algo que haría subir el precio del pan hasta el 1930. Me subió a sus hombros sin decir nada y señaló un ancho edificio a unos veinte metros. El camino que habíamos seguido sobre Martino seguía hasta la misma puerta y a ambos lados ascendían paredes de roca musgosa.

UN MAL TRATODonde viven las historias. Descúbrelo ahora