-“¡Cazzo clima, cagna Spatafora!” -gritaba mi señor padre aquel mediodía. Solía gritar eso, sobre todo cuando tenía hambre y hacía calor, ambas cosas ocurrían muy a menudo. Mi madre nos traducía sus improperios a mi hermana y a mí diciendo algo como que estaba cansadito de trabajar todo el día y sólo quería dormir, así que mejor no nos acercásemos a él, al menos no dentro del radio que abarcaban sus brazos dando guantazos al aire. Eso funcionaba antes pero ese día ya no, mi padre llevaba media semana sin volver al puerto y, por supuesto, sin ver al señor Gallardo, quien, literalmente según él, más le tocaba las pelotas.
Seguía dando golpes a la nada mientras repetía una y otra vez lo categóricamente insultante que resultaba para con su persona la situación meteorológica. Entró en casa y el mundo entero pareció quedarse en paz. A lo lejos el viento peinaba a ráfagas las montañas, que parecían mirarnos a mi hermana y a mí. Olas de espigas se aproximaban una y otra vez desde kilómetros más allá. Ni una casa en lo que abarcaba la vista, ni una persona, sólo colores. Verdes vivos y amarillos muertos. Marrones mojados de un transparente que refleja azules y blancos. El blanco era entonces mi color favorito. Supongo que porque era el que menos veía. Alguna nube perdida, y si tenía suerte dos en un mismo día. O tal vez me gustaba porque era el color de nuestra casa. Parecía un copito de nieve, la última porción de nieve que queda en lo alto de la colina cuando el resto se derrite, y esa era mi familia. La superviviente en lo alto cuando los demás habían caído.
Aquel vestigio del alto valle de Spadafora no tenía más de diez metros de ancho y cinco de ellos ni siquiera tenían techo. Dos agujeros asimétricos a modo de ventanas eran toda la decoración de la fachada, a través de las cuales se divisaban los maderos con un par de sábanas sobre los que dormíamos mi hermana y yo. Mis padres tenían adjudicado un saco de conservas en la zona destechada, resto de uno de los desembarcos en el puerto de mi padre, relleno con los hierbajos que rodeaban la casa. En medio de ambos camastros una pequeña mesa de madera coronaba el palacio, rematada con cuatro sillas, todas diferentes. Un cubo de metal tras ellas era nuestra bañera portátil, fregadero, lavandería y olla de cocina. Todo en uno.
La leña se amontonaba a la derecha de la puerta, formando montones que triplicaban mi altura. Junto a los troncos, uno mayor a los demás estaba clavado al suelo, y a él atadas las riendas de Martino, el eterno guardián del castillo. ¿Quién quiere un perro teniendo un burro? Aquel bicho te podía arrancar la mano de un mordisco, lo que pasa es que se hacen los mansos para jugar al despiste. Además no hay orejas de perro que puedan competir con las de Martino, más monas no las hay, siempre una por debajo de la otra y de un gris degradado, llegando al blanco refulgente en la punta. Más blanco, más posibles motivos para que me gustase.
También de blanco iba aquel día mi hermana Leora, que se llamaba igual que mi madre, qué original. Supongo que se olvidaría que los nombres sirven para poder llamar de manera diferente a las personas, pero claro, “la tradizione è la tradizione”. Además de lo gracioso era ver cómo mi padre gritaba Leora y ambas retorcían el cuello como un pollo asustado.
Tendría unos tres años, dos menos que yo. Como era la pequeña siempre acababa siendo yo el encargado de vigilarla aunque en ese momento estaba más pendiente calibrando la medida a la que mis ojos se tenían que cerrar para no derretirse que de no perder de vista a mi hermana.
Corría alejada unos metros de mí, con el pelo recogido y el vestido de tirantes ondeando como una bandera de rendición. Las delgadas piernecitas parecía que se fuesen a romper con cada zancada. A cada pocos pasos giraba la cabeza para comprobar que yo seguía ahí. Entonces se impulsaba con los brazos sobre la nada y daba un acelerón para alejarse de mí. Su risa era lo opuesto a los bramidos de nuestro padre, llena de pura alegría en lugar de asco, amor en lugar de odio.
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UN MAL TRATO
Historical FictionUna aparentemente anecdótica discusión sobre diferencias lingüísticas acaba condicionando, sin saberlo, la vida de Salvo y toda su familia. La Sicilia de los años 20, un padre alcohólico y revolucionario, una madre conservadora y sumisa, todos bañad...