BUON VIAGGIO

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La noche pasó rápida como un rayo. E igual de luminosa, pues mi padre no fue capaz de apagar el candil. Demasiadas cosas en la cabeza le hacían dar vueltas como un fuego fatuo cortando lo obscuro. Mi madre no dijo una palabra desde que el señor Gallardo se fue y, como siempre, era difícil saber si dormía o simplemente escuchaba el silencio.

La mañana llegó y, con ella, emprendimos el camino al puerto. No sabía qué hora era pero, a juzgar por mis legañas, era pronto. Muy pronto. Era extraño ir por aquellos caminos sin Martino, cuyo cadáver quedó como único habitante de nuestra casa.

Con los pies doloridos llegué, aferrado a la mano de mi madre, a la polvorienta infraestructura color cian. Mi padre se quedó atrás, mirando fijamente el cartel pintado. Quise ver qué hacía pero mi atención se vio redirigida hacia el enorme barco que se escondía tras la gran nave industrial. Al menos una treintena de personas se amontonaban en torno a los diversos accesos al barco, controlados por varios hombres embutidos en estrechas camisas blancas y boinas de carbón.

Cual guardias de la fortaleza, tras ellos se alzaba el enorme monstruo, de color cobrizo y cuya altura era inalcanzable con la vista. Gigantescas chimeneas cilíndricas de color amarillo intenso coronaban el centro del barco. Mi vista descendía recorriendo cada eslabón de la cadena de la oxidada ancla cuando, antes de poder seguir observando aquella mole metálica, un hombre se acercó a mi madre y a mí.

-Eh... ¿Signore Copano? -Dijo el hombre dudoso, bajando la mirada extrañado.

-Sí, sí. -Dijo mi padre apresurado, apareciendo por detrás de nosotros.

-Oh, sí, benne. -Hizo un gesto con la mano indicando que le siguiésemos a través de la multitud.- Il signore Gallardo tiene un camarote espeziale para usted, quiere que tengan un buon viaggio.

Mi padre asintió siguiendo al hombre uniformado, escoltando por mi madre, que no soltaba mi mano por nada del mundo. No querría perder el hijo que le quedaba.

Subimos una de las estrechas pasarelas de madera, que rechinaba con cada paso y parecía derrumbarse con cada ráfaga de aire.

-Por aquí, cubierta A, camarote 370. -Repetía nuestro acalorado guía mientras nos introducía por una de las puertas, a unos quince metros sobre el nivel del agua.

Así pues, nos alojábamos en la cubierta A, la "cubierta de paseo", cuyos camarotes se extendían hacia la proa. Primera clase para unos muertos de hambre. Casi daban ganas de sonreír.

Casi.

Aquello parecía la entrada de un lupanar, por llamarlo finamente. Una larga moqueta roja se extendía hacia una gran escalera de madera. En el nivel superior, visible desde nuestro piso, se ubicaba un reloj tallado en el centro de una gran cúpula acristalada que brindaba luz natural a la escalera a lo largo de sus niveles.

De la estancia de la gran escalera surgía otra escalinata en dirección norte, que recorría el pasadizo de camarotes hacia la cubierta E. Las paredes estaban mullidas, forradas con bordados azules y tragaluces a intervalos regulares que comunicaban con el exterior.

La otra parte del habitáculo comunicaba con otra estancia aún mayor, situada bajo la segunda y tercera chimenea. Se trataba del salón común de primera clase, decorado pomposamente. Estaba subdividido en pequeñas áreas privadas, separadas por muros con apliques de bronce. Recordaba a algún palacio, completamente tapizado y con paneles decorativos de madera tallada. A ambos lados, dos grandes espejos custodiaban la entrada. El techo era muy alto, con flores doradas pintadas y dos enormes lámparas de araña con cientos de pequeños cristales que reflejaban la luz por toda la sala, aún vacía. Al fondo de ésta, tres ascensores formaban la segunda comunicación con la cubierta E.

UN MAL TRATODonde viven las historias. Descúbrelo ahora