EL SUEÑO AMERICANO

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Mi padre no supo o no quiso contestar aunque su silencio lo hizo por él y el señor de blanco oyó su respuesta.

-No se preocupe, es normal. -Mantuvo la sonrisa mientras nos dirigía hacia una gran calle junto al puerto.- Tienen tiempo de sobra para aprender.

-No tenemos pensado quedarnos por mucho tiempo. -Habló por fin mi madre.

-Bueno, eso nunca se sabe, señora. -Dijo el hombre sonriente. -El señor Gallardo piensa que aquí pueden ser de mucha ayuda. -Continuó hasta detenerse cerca de una extraña máquina. Era como una gran caja cubierta de tela, con el morro de metal y cuatro ruedas. El señor intentó explicar, muy a su manera, que aquello era algo llamado coche.

Nos indicó que entrásemos por un hueco que cubría el remolque de la parte trasera del "coche" mientras él entraba por una puerta en la parte delantera.

Aquello se movía como el demonio y todo tenía una forma extraña. De pronto un ruido, similar al del barco al atracar, hizo temblar aún más la estructura y comenzamos a movernos. Entonces la curiosidad pudo conmigo y asomé la cabeza por debajo del tejido verdoso mientras mis padres intentaban acomodarse.

Vi alejarse el gran barco y la multitud que aún salía de él. Los caminos allí eran de piedra negra con dibujos blancos y, avanzando por ellos, las enormes casas parecían engullirnos. Había más coches por todas partes, gente por todas partes, casas por todas partes. Todo diferente, todos diferentes. Nunca había visto nada como aquello. Era precioso.

Preciosidad que pronto se fue casi tan lejos como nosotros lo estábamos de casa. El coche cubierto se detuvo en un descampado, nada que ver con las carreteras pavimentadas por donde nos había paseado. El hombre de blanco destapó por completo el remolque y nos hizo bajar, con el rostro serio.

En silencio salimos del coche, cuando la arena aún revoloteaba en el aire. Había un grupo de gente haciendo cola hacia la entrada de un pequeño edificio de color naranja apagado, custodiada por dos hombres, firmes y corpulentos como soldados de élite.

Mientras nos acercábamos, un tercer hombre trajeado salió del interior del inmueble empujando fuertemente a tres de los integrantes de la fila.

-¡Nada de volver por aquí hasta que no hayáis pagado lo que debéis al señor Gallardo! -Sacó una pequeña pistola del interior de la chaqueta. -¿Entendido?

Los tres hombres se levantaron torpemente, haciendo gestos de clemencia mientras se alejaban.

-Bien. -Murmuró aquel hombre mientras se guardaba de nuevo el arma. -¡Venga, joder, los siguientes, no tenemos todo el puto día! -Levantó la voz empujando aleatoriamente a todo el que formara el grupo.

Nuestro chófer temporal nos acercó a ellos e hizo una señal al hombre armado. Él, a su vez, achinó los ojos y se acercó lentamente.

-¡Wickham! ¡Wickham, sal, joder, necesito que me los controles un momento! -Gritó hacia dentro del edificio y otro gran hombre vestido como un ricachón apareció.

-¿Éste es el de la coca? -El amenazante controlador de la fila se posó ante nosotros.- Hay que llevarlo al tercero.

-Es Copano. -Contestó el hombre de blanco.

-Oh, ¿Lo meto entonces?

-No lo preguntes, por favor, sabes de sobra lo que tienes que hacer con él.

-¿Entonces...?

-Sí, joder, sí, calla ya y llévatelo. -El señor de blanco alzó la voz al otro hombre, que parecía asustado a pesar de su endeble figura. Ambos hablaban de mi padre como si no estuviese presente. Ni qué hablar de mi madre y de mí, ni siquiera mencionados.

El corpulento hombre nos dirigió bruscamente hacia el edificio como terneritos al matadero, mientras el blanquito se marchaba sin decir nada. Nadie decía nada. Supongo que mi padre confiaba en hombres disfrazados y con pipas.

La multitud que esperaba en orden frente a la portezuela del inmueble nos miraba con alguna especie de envidia con compasión. Pasamos por detrás del otro hombre, el supuesto Wickham, que ahora controlaba los intranquilos integrantes de la recua.

Subimos un par de peldaños y nuestro guía nos introdujo en el angosto edificio. Había una antigua escalera, por la que ascendimos hasta el segundo piso. Las paredes verdosas se caían con sólo mirarlas y cada peldaño gritaba de dolor con cada paso.

-Aquí, signore Copano. El señor Gallardo ha dejado para su familia un sitio especial. -Nos mostró una puerta agrietada a un lateral de la escalera.- Disfruten. -Intentó parecer amable mientras daba media vuelta.

-Espere, espere. -Le detuvo mi padre.- ¿Cómo entramos?

-Ah, sí. -El gran hombre se aproximó a la puerta y la abrió de un golpe con el hombro.- Que pasen un buen día.

Nos quedamos solos frente a nuestro aparente nuevo hogar. Mi padre sonreía en un intento de tranquilizar a mi madre, que permanecía ausente.

-Vamos, Leora. ¿No quieres ver la nostra nuova casa? -La agarró del brazo adentrándose en la estancia.

Aquella ciudad volvió a sorprenderme en aquel instante. Nunca había visto nada tan sucio como aquel... "apartamento" lo llamaban.

Era un habitáculo diminuto hecho con tablones de madera agrietada. Tenía un par de sillas tiradas por el suelo, acompañadas por una moqueta de cristales rotos y algunas jeringuillas. Dos ventanas medio tapiadas eran la única fuente de luz y la sombra de los maderos nos vestía con pijama de preso. De una de ellas asomó un pequeño hocico de roedor, alertado por nuestra presencia. Se coló por un agujero en la madera y fue directo a por mi madre; esos bichos huelen el miedo.

Tras un ataque de pánico y varios golpes de silla, la rata era historia. Mi madre se sentó en un rincón, con las rodillas flexionadas y la mirada clavada en un pedazo de tela rasgada al otro lado de nuestra nueva casa.

-¿Por qué hemos venido, Vittorio? ¿Puedes recordármelo? -Preguntó sin levantar la vista. Mi padre intentó cerrar la puerta sin demasiado resultado y tanteó el suelo en busca de un lugar donde sentarse sin riesgo de contraer alguna enfermedad.- ¿Puedes decírmelo? -Insistió.

-Nuestra hija nos necesita. -Contestó recostándose sobre un lateral.- Para ayudarla tenemos que descansar. Mañana iré al puerto, il signore Gallardo hace todo esto por nosotros.

-El señor Gallardo no hace nada por nosotros. Somos nosotros quienes estamos lejos de casa, pagando por tus errores.

-Duérmete, Leora. -Interrumpió mi padre con tono amenazador.- Duérmete. -Suspiró y apoyó la cabeza sobre las manos. Mi madre se quedó sentada, cerrando los ojos siguiendo las órdenes de mi padre, aunque seguía siendo de día. Fue el día más largo de mi vida, no entendía por qué seguía siendo por la mañana pero tampoco me atrevía a preguntar, así que me tumbé en el suelo a una distancia equivalente de ambos, dispuesto a soñar "el sueño americano". Más bien una pesadilla.

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⏰ Última actualización: Aug 12, 2014 ⏰

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