IN NOMINE PATRIS

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Se alzó entonces, alta y esbelta como un árbol. El sol le hacía brillar los ojos, verdes como las hojas de higuera. La luz se le clavaba en las arrugas y las resaltaba de forma prematura, dibujando un mapa de sierras y valles alrededor de su boca.

 Me cogió la mano y dio un leve tirón, como quien estira un poco las riendas del caballo para que eche a andar; le faltó decirme “arre”. Caballo o burro, claro. A mi hermana le tocó la parte trasera de la cabeza para no tener que agacharse a alcanzar su mano. Si yo era el caballo, mi hermana un elefante africano. O asiático, no sé, de estos que los guías con los pies en la nuca.

Los tres en pie comenzamos a andar, acemilera con sus dos bestias. A andar pero sin saber hacia dónde; al menos yo. Tal vez mi hermana sí lo sabía a juzgar por la decisión de sus pasos, mitad salto mitad baile. Mi madre se lo habría dicho por telepatía, se leen la mente. Cosas de mujeres.

Yo iba mirando al suelo, con los pies arrastrando, haciendo surcos en los hierbajos como un gran barco rompiendo el agua cuando va a descargar.  El tiempo pasaba casi tan lento como las vacas por los pastos, el sol ya daba señales de sueño y el brazo se me entumecía de llevarlo tanto tiempo en alto.

Un solo haz de luz atravesaba lo que quedaba de cielo diurno cuando perdí de vista mi casa. Las paredes rocosas se levantaban a nuestros lados como si nos fueran a abrazar. O a comer, según lo negativo que seas. Dejaban paso a un camino que se inclinaba gradualmente, ascendiendo hacia la derecha la ladera de la montaña. Con los tres en silencio, el viento descendiente era el único conversador hasta que un pequeño edificio se dibujó en el angosto paisaje cuando la luna ya asomaba.

La iglesia, cómo no. Sólo había estado un par de veces allí pero ya la reconocía perfectamente. Tampoco  había mucho que reconocer, la verdad; era como nuestra casa pero con techo, una campana y las ventanas más bonitas. Mi madre se detuvo en el camino de gravilla que llevaba hasta la puerta, soltándome la mano y dejando de acariciar la cabecita de mi hermana.

Levantó la mano derecha, juntando las puntas del pulgar, el índice y el corazón. Se los llevó justo al centro de la frente, como una flecha bien disparada. Cerró los ojos y comenzó a hablar. Alcanzó un tono extraño, como susurrando a voces, dibujándose una pequeña cruz en la frente con los tres dedos unidos mientras hablaba.

-Per signum Sanctae Crucis; -De arriba abajo y de izquierda a derecha, pasó después la mano a su temblante boca para hacer el mismo gesto.- de inimicis nostris; -La tercera cruz se la dibujó entre los pechos, descendiendo su mano por el tapado cuello, rozando casi con miedo la tela.- libera nos, Domine Deus noster.

Frente, boca y corazón, los tres supuestamente purificados para entrar en la casa de Dios. Librados de malos pensamientos, malas palabras y malos sentimientos. Tanta magia y nos podía haber librado de mi padre, ya puestos.

Valiente susto me dio cuando, rápida como un zorro, lanzó su mano contra la mía y me la colocó, cogiéndomela por la muñeca, en la frente sin decir nada. Parece que yo también tenía que pedir permiso para entrar.

-In nomine Patris. –Volvió su mano a la frente cuando pensaba que ya había acabado la fiesta. Me miraba desafiante con el rabillo del ojo, diciéndome con los párpados que repitiera lo que ella hacía. Pero ¿Y por qué mi hermana no? Ella daba vueltas moviendo los brazos como si el sol le hubiese calentado demasiado la cabeza. Pero claro, a ver quién se lo decía a mi madre.

UN MAL TRATODonde viven las historias. Descúbrelo ahora