Prólogo

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—¡No seas tan ruidoso!

—¡No me culpes de tus achaques, anciano!

—Concéntrate en lo que me compete, Cíntar.

—Lo que nos compete, Sumput.

Dos sombras se movían por los pasillos subterráneos de aquel edificio en Suntaé. Se detenían en cada esquina antes de internarse por el resto de las galerías, acompañados nada más que por el latir de sus corazones.

—Si el Consejo nos atrapa, pasaremos el resto de nuestras vidas picando piedras. —El vaho se condensaba en los labios de Cíntar.

—Me conoces —dijo Sumput al girar en torno a un pilar—. No pareces convencido de esto, ¿eh?

—Tú tampoco.

Continuaron, ocultándose entre la penumbra, que apenas se disipaba por unas antorchas en los muros; aquel crepitar les erizaba los vellos hasta la nuca. Al término de unas escaleras, apuraron el paso hasta arribar a un salón tapizado de bibliotecas. Divisaron una puerta al fondo.

¡Ay!

La puerta era custodiada por dos sujetos de vestimenta oscura, y armados con sendas espadas al cinto. Sobre un taburete cercano, una vela consumida hasta la mitad iluminaba sus rostros pálidos.

Los dos fisgones se ocultaron a gachas detrás de unos estantes.

—Humanos —dijo Cíntar, acomodándose el ala de su sombrero puntiagudo.

—Las cosas por su nombre —reprochó el anciano, apretando su vara de madera—. Hazte a un lado.

—¿Qué harás? —Cíntar abrió los ojos tanto como pudo.

El anciano sonrió antes de murmurar el sortilegio. Los guardias cayeron inconscientes al instante.

—Siempre funciona —cantó Sumput, frotándose las manos y caminando hacia la puerta.

Esperaron que el rechinar de los goznes no disparase una trampa o avisara a más guardias. Cíntar comprobó que carecía de cerrojo y de maldiciones; el pomo estaba helado. La siguiente habitación estaba vacía, o al menos así lo hubiese querido en pleno umbral de ignorancia antes de confirmar sus temores.

—Por los dioses —murmuró Sumput, sin contenerse—. ¿Alguna idea?

—Ninguna al alcance —dijo Cíntar, tragando grueso—. Veamos más de cerca.

Se adentraron en la recámara hacia una columna de luz azul en el centro, y que espantaba a la oscuridad hasta ahora latente. Dentro del holgado chaleco de Cíntar, el sudor se acumulaba como una cascada. Sus manos se entumecieron, rodeadas de sus guantes vinotinto, y las botas de punta redonda que lo calzaban parecían levantar piedras. Escuchaba a Sumput arrastrar la vieja bata escarlata, que nunca parecía quitarse, y más allá de eso, el apremio de su vara al avanzar. Se detuvieron a pocas cuartas del haz azulino, y transcurrieron incontables respiraciones antes de que Sumput rompiera el silencio.

—La encontramos, Cíntar —dijo, moviendo sus pupilas. Se llevó una mano a la barbilla canosa—. Malvados mentirosos.

—Esperaba que...

—¡Te lo dije! —Y la voz de Sumput reverberó—. Esto estaba en las Ruinas. No es una casualidad.

Cíntar enmudeció. El Consejo había cambiado. Corrían rumores sobre el Mago Regente. Se decía que había perdido la cabeza de la noche a la mañana, y que no alcanzarían los huecos en el cementerio para todos. Ya no. Un repeluzno de recuerdos lo hizo contener la respiración.

—¿Cíntar?

—Qué sé yo. Pasamos por lo mismo.

Sumput ladeó la cabeza ante su respuesta. Parecía esbozar una sonrisa debajo de sus arrugas.

—¿Y los Albinos, Cíntar? —Sumput bajó la voz. Señaló el pilar de luz—. ¿En qué parte del tablero están?

Primero debemos saber a qué jugamos, Sumput.

—Quizá tienes razón —dijo Cíntar, antes de acomodarse el sombrero—. Vayámonos de aquí, ¿quieres? —Miró hacia la puerta—. Ya la vimos.

Sumput le dio una palmada que contenía de todo, menos tranquilidad.

—No seas cobarde, pequeño —respondió—. Tengo una idea mejor.    

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