Capítulo 29

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La galerna silbaba a coro gutural y astillaba a las palmeras del oasis. Las nubes no se diferenciaban de los relámpagos, como si algo estuviese a punto de emerger de ellas, y una nueva sacudida de la tierra fustigó a Fania con el pensamiento de que se abriría en dos.

A esta ciudad se la está llevando el demonio.

Fania prefirió observar desde un tejado. La creciente oscuridad de las calles era algo que prefería evitar. Los centinelas estaban por todas partes, fingiendo demasiada calma para su gusto, quizá para no alarmar a la marea de gente que ahora rodeaba al obelisco. El condenado parece una bengala.

Fania había intentado dejar de mirarlo, pero cada nueva centella la atraía como un arpón; dolor incluido. En los años que vivió en Altamira, jamás había presenciado algo como aquello. El obelisco se le asemejaba a una mano que buscaba retenerlos a todos, y no precisamente para bendecirlos como auguraban los idiotas que ahora rezaban en la orilla del lago.

Las Costas y esto. La vida es una maldita cesta de calamidades. A su lado, Annette tiritaba a pesar de la capa que la cubría por completo, y Fania estuvo a punto de dar media vuelta hacia el burdel de no ser por la fijeza con la que la Maga veía al pilar. Después de todo es su idea. Y una pésima.

Primero fueron las voces, que pensó que no eran más que delirios producto de una fiebre, y luego las convulsiones que parecían agrietarla desde dentro. Ni las hadas podían explicar lo que ocurría; además, prefería que se callasen.

—Debo ir al obelisco —había dicho Annette al tomar su vara.

Cuando salieron del burdel, la Maga parecía conocer el camino de memoria. Andaba con tanta decisión que hizo dudar a Fania sobre su anterior inconciencia o su incapacidad de defenderse por las calles.

—¿Podrás navegarlas? —le preguntó Annette, trayéndola al presente. Señaló un grupo de barcazas oscilando en el fondeadero; algunas ya iban a la deriva con las amarras rotas.

Fania asintió. Si el viento lo permite...

—Vamos —dijo.

La bribona tomó la delantera y volvió a la calle. Annette le pisó los talones, y en medio de un latido de corazón, ya se mezclaban con una procesión hacia el lago. Intentó recitar lo que decían aunque le quemase la lengua, y el obelisco bramó como si se diera cuenta de la blasfemia.

—¡Alto ahí! —gritó un guardia.

¿Ahora qué?

—Quédate cerca... —dijo Fania.

Pero las palabras quedaron a medio camino en cuanto vio a la hechicera encarar al guardia que había gritado. ¿En qué momento se me escapó? Annette no atendía a las advertencias a pesar de las lanzas que le truncaban el paso hacia las barcazas. Algunos curiosos se habían detenido a ver aquel altercado, instándola a unirse al rezo, pero ella los rechazaba como una mala medicina.

Fania salió de la procesión, la cual continuó su camino, y encerró sus manos alrededor de los puñales. De reojo notó que más guardias se acercaban a la hechicera con la intención de ponerle fin al alboroto.

—Debo ir —decía Annette con voz de estatua y vara en mano—. Me están llamando.

Fania desenvainó a medias. Ya poco le importaba derramar sangre a la vista de todos.

—Esfúmate, mocosa —dijo un guardia como ultimátum.

El centinela levantó la lanza, dispuesto a asestarle un golpe. Fania afiló sus ojos y se lanzó al ataque. Había trazado la trayectoria del puñal desde el estómago hasta la garganta, y luego le sacaría los ojos a los otros dos de la retaguardia si las cosas se ponían feas. Sus piernas, tensas como un resorte, se liberaron.

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