Capítulo 8

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—¿Llamas a eso deliberar, hechicera? —preguntó el Capitán Shaw al tambalearse.

Por supuesto que no, imbécil.

Hasta ahora seguía las indicaciones de Sumput, a ciegas. Liberar a los humanos fue el primer paso, pero el segundo lo dio el Caballero. Había salido de la celda como si estuviese poseído por un Leviatán, y sin darle las gracias, se perdió entre los pasillos de las mazmorras mientras gritaba que molería a palos al Consejo. Le sorprendió su resistencia al embrujo de seguridad, y más aún cuando encontró una puerta que había pasado por alto. Por obviedad, no pudo abrirla sin el sortilegio correcto.

—Busca mis cosas —le había dicho. Los ojos del Caballero se agrandaron como si hubiese encontrado un pozo de oro.

Annette cooperó a regañadientes pese a que sabía que un Caballero de Munlock no era nadie sin su espada. Entre estantes de objetos que prefería no tocar, Annette encontró una espada bastarda y un par de dagas. El Caballero se las arrebató de las manos y salió corriendo de allí, a tiempo para que Annette no invocara una maldición sobre él.

La escaleras de caracol eran interminable, y los peldaños no paraban de agrietarse en cada estruendo que sacudía al Palacio desde hacía rato. Resiste, hermano.

—Nos hace falta camino —dijo Annette—. ¿Puedes continuar?

El humano más joven le seguía el paso. No lo había escuchado quejarse, pero algún jadeo al azar delataba que no se sentía del todo bien. Al momento de sanarlo con un conjuro, Annette encontró laceraciones y hemorragias incontables. Su rostro era un sendero de sangre que no permitía ni siquiera distinguir el color de sus ojos, y su nariz se desprendería en algún momento si se atrevía a respirar. Ahora al menos el chico podía sostenerse en pie, y Annette todavía no olvidaba la cara que puso cuando despertó a salvo de sus heridas.

Al menos es agradecido.

—No pasa nada. —dijo Zid. Y el Palacio volvió a sacudirse.

Ya en lo más alto de la cúpula central, una puerta de hierro era lo único que se interponía entre ellos y el Consejo. Hacia un costado se hallaba una bola de cristal en cuyo interior se removía una bruma pálida.

—¡Al fin! —celebró Shaw, apurando el paso. —Hora de hacer política.

—No te precipites, ¿quieres? —dijo Annette—. Ni siquiera sabes qué hay detrás de esas puertas.

—Enterraré sus cabezas en un hormiguero luego de cortarles los pezones. —El Caballero parecía no escucharla—. Después los haré tragar aceite...

Calló, y Annette supo que no era porque se le habían acabado los juramentos. Una corriente de niebla, proveniente de la bola de cristal, viajaba entre las grietas de las paredes. En menos de dos latidos, atestó todo el recibidor.

—Este frío... —dijo Zid.

Los Albinos emergieron de la niebla entre risas y burlas, y ahora bloqueaban el paso hacia la puerta. Shaw escupió mientras mascullaba algo semejante a maldita brujería. Y quizá tenía razón, porque Annette jamás había visto una materialización como aquella. Tomó su vara y repasó todos los sortilegios que tenía a la mano.

—Este país está lleno de traidores —dijo un Albino, posando la mirada sobre ellos.

Eran superiores en número. Desenvainaron, y las hojas soltaron un chillido fugaz que erizó a Annette.

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