Esperanza

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La noche caía sobre la explanada al aire libre, la bóveda celeste de techo y el plenilunio de bola disco. Los destellos del escenario, iluminando nubes de colores, acompañaban vibraciones de alegría, saltos, risas, baile, manos al aire y melodías estruendosas de artificiales notas agudas y gruesas. La DJ guiaba a la muchedumbre en una comunión, íntima y grupal, en que las palabras no se requerían.

Brillaba un cosmos azulado, amarillo, verde, morado, rosa y de euforia, en la multitud acariciada por la luz de los estrobos, pantallas, fuegos y pirotecnia; que a su vez se pintaba con cañones lanzando bocanadas de densa neblina tintada, y puños liberando vaharadas de diversas tonalidades. Festejo rebosante de júbilo, de matices y música, de gritos animados entrelazados con el ecualizador y la mezcladora.

Nadie quedaba apático al acarreo de la ausencia de esquinas para recluirse, o de espacios opacos, rumbo al bullicio electrónico de bocinas retumbando el suelo.

A los asistentes de inmediato les acaecía el contagio de la virulenta emoción transmitida de toque en toque, nota en nota, sonrisa en sonrisa. Contagio por aire y tacto, por la simple contemplación de un territorio sagrado de paz y dicha, en el medio de un infinito ennegrecido por la violencia y la desesperación, putrefacto; al que sucumbían por el deseo y la necesidad emanados de una urgencia humana, anhelante de un efímero decibel de esperanza.

Esperanza.

Akutagawa se detuvo. Examinó su jugo sin alcohol, rareza que sorprendió a cuanto cantinero Dazai presentó su orden, en los diferentes establecimientos, para conseguirla. El líquido se revolvía por la vibración, y contra su voluntad, con la película de polvos que caían provenientes de todas direcciones, adquiriendo una gradación grisácea marrón —salpicada de machones varios—, compartida con el resto de bebidas ingresadas a la pista de baile.

Se miró los dedos pringados de una negruzca capa en que se convirtieron los colores, al fusionarse con el sudor y el exudado frío de su bebida.

¿Qué estoy haciendo?, se preguntó, cayendo en cuenta de quién era y dónde estaba, sintiendo el peso de su historia, del pasado que jamás dejaría de ser presente, apretándole la garganta. ¿Cómo un asesino tiene el descaro de darse la oportunidad de disfrutar de la esperanza, habiendo arrebatado tantas?

¿Quién soy para merecer estar en un sitio normal?

¿Qué hice para ser digno de la dicha que arrebaté indolente?

¿Cómo puedo ser tan cínico?

¿Cómo pude aceptar el intentar ser feliz?

El escándalo de su entorno le oprimió el alma, dándole a notar el lastre de sus pecados.

La totalidad de su ayer aplastó los hombros de un niño que encontró un lugar cruel al cual pertenecer, un hogar corrompido, tras el rechazo del mundo bueno sólo por su orfandad.

Sus parpados cayeron, telón protegiéndolo de un destello que pasó en horizontal —nutrido de la luz emanando de la efervescencia grupal—, dibujando un nimbo al tumulto coreando la estrofa de una canción; que le quemó los adentros, revelando una repentina consciencia de su origen de oscuridad. El acto se apreció lento en su interior, en la intimidad de su desolación, empujando la humedad de su desgracia, drenándola en una lágrima que desahogó el bolo en su garganta y pecho. La sintió brotar dolorosamente y recorrerle la mejilla con trabajoso andar, arrastrándose por la áspera y bruta frivolidad de un asesino con que vistió la inocencia de su infancia, para no romperse, hacerse sitio y tener un valor. Gélida en su contorno, cálida en su centro, aró camino por la capa de polvos que lo cubrían en metáfora manifiesta de los restos de su humanidad a flote, resquebrajando la membrana sedimentada de cientos y cientos de penas, acumuladas a lo largo de una vida de infortunio, en su pálida piel.

Un dulce tacto atajó el maremoto de congoja.

Abrió los ojos.

El rayo de luz regresó, recortando al frente una figura alta, resguardándolo de la indiscreción de quienes los notaran desprenderse de la amalgama de euforia. Burbuja en propio vuelo separada del continente de espuma, suspendida en un instante de fangosa agonía.

Sus ojos se acostumbraron a la penumbra distinguiendo a la perfección a Dazai, que llevaba el cabello más largo que hacía dos años al reencontrarse, en polos opuestos de una misma ciudad, sujeto en media cola de caballo; lentes de sol —que ocupó hasta entrada la noche— sobre su cabeza; y una sonrisa tornasol. Pregunta dulce, manifiesto de preocupación, sitio seguro y declaración.

La mano que consoló su sufrimiento le tomó la cintura, eliminando la distancia y acercando a su oído una voz amable y posesiva:

—Olvídalo todo —rogó, rozando el lóbulo con el aliento y enseguida con los labios—, sólo concéntrate en mí y en la música, Ryu.

La petición mudó en secuencia de besos diminutos en el lóbulo, la frente, la punta de la nariz, las mejillas y los labios.

Las puertas de su infierno personal se cerraron, envuelto en el embriagante efecto que Dazai tenía en él, liberando un torrente de felicidad proveniente del amor, del sueño que jamás creyó cumplirse, que de algún modo lo hizo y lo llevó hasta ahí, a una vida distinta alejada de los horres y errores de Yokohama.

En esa vida tenía la oportunidad de disfrutar, de ser una persona cualquiera en un festival de música electrónica con polvos multicolores, de la mano de su pareja, llegando demasiado temprano. Tan temprano que se terminaron las bolsas de polvos de cortesía, antes de entender para qué servían, habiendo jugado como niños en un intento bastante patético por "entrar en ambiente". Niños carentes de una infancia o adolescencia genuinas, perdidos —y juntos— en un evento al que acudieron por mera curiosidad, por experimentar su nueva vida; vistos por el resto como fenómenos debido a su desbordante ingenuidad. Niños que, en cuanto comprendieron que los polvos no eran para aventarse o embarrarse, se detuvieron apenados y corrieron a comprar más.

Niños. Adolescentes. Adultos festejando la banalidad. Sí, eso eran esa noche, eso era, sin tener que cargar ninguna etiqueta anexa, guiado por Dazai, quien desesperadamente buscaba compensar el pasado al que lo arrastró, amándolo con fuerza inhumana... igual de destruido por la culpa como él por el dolor.

Akutagawa tocó la mejilla cubierta de colores del hombre que recordaba en distintas facetas, unas más terribles que otras. Asintió. Lo hizo como hacía desde dos meses atrás que abordaron un avión escapando de Japón, sin más pertenencias que su deseo de amarse, ansiando olvidar y reaprender la vida.

Tal vez no tenía derecho a ser feliz.

Tal vez su lugar era en el fondo de una bahía pudriéndose sin nadie que lo llorara, sin nadie que lamentara su muerte, sólo quizás la hermana que se quedó en una tierra de sombras, deseándole lo mejor.

Tal vez lo agobiaba la luz, y así sería en adelante.

No obstante, ahí, con Dazai, pese a cada objeción presentada contra su felicidad se aferraba a la esperanza de diario, al amanecer en sus brazos, descubriéndose a mimos, uniendo sus cuerpos, compartiendo lo bueno y lo malo. La esperanza derivada del amor.

Alcanzó a regalarle un beso sabor a naranja y polvos, rematado con una sonrisa, diminuta en su extensión y gigante en su honestidad.

La burbuja se reincorporó al baile, la música, al delirio de un aluvión de tonalidades, en que dos demonios experimentaban el ser humanos. Niños, adolescentes y adultos, protagonistas en silencio anónimo y ajeno del caótico entusiasmo de su entorno, sin dejar de abrazarse, besarse, disfrutar, vivir, ser.

Festival de reivindicación, redención y renacimiento, coloreado de lo que creyeron nunca merecer para ellos: amor.

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