Al acercarme a la ciudad sin nombre me di cuenta de que estaba maldita. Avanzaba por un valle terrible reseco bajo la luna, y la vi a lo lejos emergiendo misteriosamente de las arenas, como sobresale parcialmente un cadáver de una sepultura deshecha. El miedo hablaba desde las erosionadas piedras de estas ruinas superviviente del diluvio, de esta bisabuela de la más antigua de las pirámides, y un aura imperceptible me repelía y me insinuaba bajo amenaza a retroceder ante antiguos y siniestros secretos que ningún hombre debía ver, ni nadie se habría atrevido a examinar.
Perdida en el desierto de Arabia se halla la ciudad sin nombre, ruinosa y desmembrada, con sus muros semienterrados en las arenas de incontables años. Así debía de encontrarse ya, antes de que pusieran las primeros soportes de piedra de calizas, y cuando aun no se habían fabricado los ladrillos. No hay leyendas tan antiguas que recojan su nombre o la recuerden con vida; pero se habla de ella temerosamente alrededor de las fogatas, y las abuelas hablan sobre ella también en las tiendas , de forma que todas las tribus cercanas la evitan sin saber muy bien la razón. Esta fue la ciudad con la que un poeta loco Abdul Alhazred soñó la noche antes de cantar su poema inexplicable:
"Que no está muerto lo que yace eternamente
y con el paso de los evos, aun la muerte puede morir"
Yo debía haber sabido que los árabes tenían sus motivos para evitar la ciudad sin nombre, la ciudad de la que se habla en extraños relatos, pero que no ha visto ningún hombre vivo; sin embargo, desafiándolos, me introduje en el desierto inexplorado con mi camello. Sólo yo la he visto, y por eso no existe en el mundo otro rostro que tenga las espantosas arrugas que el miedo ha marcado en el mío, ni se estremezca de forma tan horrible cuando el viento de la noche hace retemblar las ventanas secuelas del recuerdo de aquel lugar. Cuando la descubrí, en la espantosa quietud del decierto, me miró estremecida por los rayos de una luna fría en medio del frio nocturno del desierto. Y al devolverle yo su mirada, olvidé la felicidad de haberla descubierto, y me detuve con mi camello a esperar que amaneciera.
Cuatro horas esperé, hasta que el horizonte se volvió gris, se apagaron las estrellas, y el gris se convirtió en una claridad rosácea decorada con rayos de dorados. Oí un gemido, y vi que se agitaba una tormenta de arena entre las piedras antiguas, aunque el cielo estaba claro y las vastas extensiones del desierto permanecían en silencio. Y de repente, por el borde lejano del desierto, surgió el canto resplandeciente del sol, y en mi estado emocionado imaginé que de alguna remota profundidad brotaba un estrépito de música metálica saludando al sol como el mal lo saluda desde las orillas del Nilo. Y me resonaban los oídos, y me desbordaba la imaginación, mientras conducía mi camello lentamente por la arena hasta aquel lugar innominado; lugar que, de todos los hombres vivientes, solamente yo he llegado a ver.
Y vagué entre los cimientos de las casas y de los edificios, sin encontrar relieves ni inscripciones que hablasen de los hombres "si es que fueron hombres" que habían construido esta ciudad y la habían habitado hacía tantísimo tiempo. La antigüedad del lugar era insana, por lo que deseé con energia descubrir algún signo o clave que probara que había sido hecha efectivamente por los hombres. Había ciertas caracteristicas en las ruinas que me producían confucion. Llevaba conmigo numerosas herramientas, y cavé mucho entre los muros de los olvidados edificios; pero mis progresos eran lentos y nada de importancia aparecía. Cuando la noche y la luna volvieron otra vez, el viento frío me trajo un nuevo temor, de forma que no me atreví a quedarme en la ciudad. Y al salir de los antiguos muros para descansar, una pequeña tormenta de arena se levantó detrás de mí, soplando entre las piedras grises, a pesar de que brillaba la luna, y casi todo el desierto permanecía inmóvil.
Al amanecer desperté de una serie de horribles pesadillas, y me resonó en los oídos como un golpeteo metálico. Vi asomar el sol rojizo entre las últimas ráfagas de una pequeña tormenta de arena que flotaba sobre la ciudad sin nombre, haciendo más intensa la quietud del paisaje. Una vez más, me interné en las lúgubres ruinas que abultaban bajo las arenas , y de nuevo cavé en vano en busca de reliquias de la olvidada raza. A mediodía descansé, y dediqué la tarde a señalar los muros, las calles olvidadas y los contornos de los casi desaparecidos edificios. Observe que la ciudad había sido efectivamente poderosa, y me pregunté cuáles pudieron ser los orígenes de su grandeza. Me representaba el esplendor de una edad tan remota que que no se encontraban registros de la misma, y pensé en, Stone edge excavada en la piedra gris un monumento del cual no se tiene comprecio de su complicada construccion
De repente, llegué a un lugar donde la roca del subsuelo emergía de la arena formando un acantilado y vi con alegría lo que parecía prometer nuevos vestigios del pueblo antes del diluvio. Toscamente talladas en la cara del acantilado, aparecían las fachadas de varios edificios pequeños o templos , cuyos interiores conservaban quizá el legado de edades incalculablemente remotas; aunque las tormentas de arena habían borrado hacía tiempo los relieves que sin duda exhibieron en su exterior.