XXIII

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Me levanté del cuerpo inerte de Leia. Hasta este momento no me había fijado en cómo iba vestida: llevaba un precioso vestido de lencería de encaje. Seguramente pensó que nos habíamos citado en el apartamento para terminar en la cama, como muchas otras veces. No podía estar más equivocada.

Mi cuerpo estaba en una especie de letargo. Mi mente se desconectó, viendo sin sentimiento alguno a la mujer que había querido, muerta en aquella cama. Las paredes de esas habitación, que habían visto el inicio de nuestra aventura como amantes, también vieron el final. Un triste y amargo final.

Con una tranquilidad que daba miedo salí de la habitación y llegué al salón donde habíamos tenido nuestra discusión. Todavía se podía oler el perfume de Leia en el ambiente, y parecía que era lo único de ella que seguía en este mundo. Mire la mesa de cristal rota, para luego mirar el espejo colgado en la pared.

Ahí estaba. Esa mirada asesina, esa sonrisa maníaca. Ahí estaba la verdadera Helen, una máquina sin sentimientos. Una niña a la que habían corrompido a temprana edad, asegurándole que la realidad que presentaban ante ella era la real, que lo que le contaban era la verdad, y que, por mucho que doliera, el fin justifica los medios.

Una niña a la que no la dejaron sentir en ningún momento y por ello, cuando sintió de verdad, se asustó, ya que estaba hasta arriba de mierda como para permitir a alguien entrar en su pesadilla.

Una niña asustada en el cuerpo de una mujer, que había preferido matar al único amor de su vida para que no sintiera nada antes de tener que ver la decepción en su rostro. Porque eso fue lo único que no llegué a ver en los ojos de Leia en ningún momento: decepción.

Con la mirada rastree el suelo en busca de ese aparato que había destruido mi vida. El pendrive se encontraba a unos metros del sofá, y al cogerlo sentí como una furia ardía en mi interior. Pero me contuve. Cogí mi teléfono y marqué por instinto el número de la persona con la que sabía que debía hablar.

- ¡Helen! ¿estas bien? Has terminado la misión, ¿verdad, palomita?

- Sí. Todo ha acabado.

- ¿Donde estás? ¿Dónde está el usb?

- Lo tengo yo. Voy a ponerlo en un lugar seguro antes de terminar con todo, tranquilo.

-Está bien... llámame cuanto antes, por favor. Me alegro de que estés bien, sabía que podías hacerlo.

- ¿Eric?

- ¿Sí, palomita?

- Te quiero.

Y colgué. Porque, al igual que con Leia, quería que eso fuera lo último que oyera Eric.

Me dirijo hacia el balcón de la habitación y, con cuidado, escondo el pendrive en una de las tejas. Aquí estará seguro. No sé por que lo hago, no sé por qué no lo llevo directamente a la comisaría, simplemente lo escondo.

Salgo al pasillo del edificio dejando los pocos restos de humanidad que pude llegar a tener en el apartamento y es ahí, fuera, cuando mi mente parece darse cuenta de lo que ha hecho. La realidad me sacude y caigo de rodillas al suelo.

La he matado. He matado a lo mas parecido a la libertad que había en mi vida. He acabado con lo único bueno que me había dado el mundo, corrompiéndola como me corrompieron a mi tiempo atrás.

Comienzo a hiperventilar y sudor frío se resbala por mi cuello. No soporto las imágenes en mi mente, es demasiado. No puedo borrarlo, y necesito a toda urgencia acabar con esta opresión en mi pecho.

Miro hacia el final del pasillo, donde está el gran ventanal. Una sonrisa asoma en mi rostro, pero esta vez no es maníaca, es abatida. Mi cuerpo sabe lo que tengo que hacer antes que mi mente, y sin pensarlo demasiado corro hacia el ventanal, sin intención de parar. Atravieso el cristal sin sentir un ápice de dolor.

Y un último recuerdo de la risa de Leia surca mi mente antes de que mi cuerpo impacte fuertemente contra el asfalto.

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