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Mientras que Fernando echó su vida a una llena de desgracias que comenzaron por un episodio antiguo, a Gabriela tampoco le iba tan bien, ya que se justificaba todos los días de que lo había dejado por su bien y aquella promesa que hicieron al separarse de nunca volverse a ver o inclusive llegarse a extrañar, estaban ahí pero no cumplidas. Siempre habían tenido la misma edad; actualmente veinte años. Ella vivía en un pueblo muy alejado de donde lo hacía Fernando, pero a diferencia de éste, ella vivía nuevamente sola. No le iba tan mal como se solía esperar. Sabía cómo arreglárselas cada día que pasaba, pero eso no significaba que sus días siguientes serían llenos de color de rosas y gente amable. Trabajaba cada día para de éste obtener comida y un estudio en un liceo privado. Cada día que pasaba, era un día perdido porque aún seguía torturando su mente con el joven amado.

A media noche tenía la costumbre de ir a comer, cada día sin falta alguna. Se paraba de su cama de manera ligera e iba directo a su nevera con los pies descalzos; habría de ésta, comía, regresaba a su cama y proseguía con su sueño. Uno de esos días su rutina se había prolongado ya que pudo percibir la presencia de una persona en el interior de su casa, en su nevera; viendo cada comida que había y que no era mucha. Era un chico de tez clara, cabello rizado, alto y con vestimenta formal. Sentía miedo ya que jamás le había pasado algo así, imaginando lo peor —violador —comentó en susurro. Mantuvo su postura atónita viendo aún al joven localizado al frente de sus narices.

— No, no soy un violador — prosiguió Fernando quien yacía su presencia en la cocina de la joven. Ella no podía entender si ese era un sueño o era real, todo lo que había soñado y querido estaba al frente de sus ojos. Él se giró para verla un rato más hasta poder sonreír de extremo a extremo. Le cuestionó a la chica como si no hubiese sucedido nada, diciendo que como había estado o que tal el instituto.
Antes de que hubiese pasado aquel acontecimiento, Fernando se había encontrado con una persona en su enorme habitación. Su cuerpo recostado en un sillón que tiraba su vista al jardín, con sus piernas cruzadas a cada par.

—¿Qué has estado haciendo? —habló el joven sentado en aquel sillón. —Noté que cambiaste tu actitud drásticamente.— El muchacho parado postraba su mirada en el suelo, dando poco importismo a lo que hablaba su contrario. No podía dejar de pensar cosas erróneas. Hubo un silencio profundo a lo que decía, entonces, decidió responder la interrogante.

—Quiero morir, si estás aquí para cumplir mi petición estaré más que encantado —respondió. El joven situado en el sillón sonrió para luego poder girarse y verle con claridad a su encargado. Le comentó que si lo deseaba con muchas ganas, en ese instante le cumpliría la orden de dejarle morir.

Fernando, estando ebrio y poco razonable, lo pensó con unas dilatadas ganas que el ángel sólo se rió porque no sabía lo que le esperaría. Cumplió la disposición del joven, haciéndolo morir a causa de su propio vómito. Nadie se acordaría de él, sólo moriría y al momento de regresar a la vida todo sería como antes. El joven muerto había aparecido en una casa poco adinerada, sin nadie a su lado, ni siquiera con la persona que lo había matado. Adentrándose al pequeño hogar, notó que estaba todo apagado en su interior. Caminó hasta llegar a una habitación totalmente oscura, debía ver por lo menos en qué casa se había hospedado sin ser invitado.

Se asomó a ver un retrato encima de un cajón con una lámpara de noche, observó que era él con una chica, con Gabriela. Su rostro reflejó una mezcla de sentimientos encontrados, a punto del llanto por el tesoro que había perdido hace mucho tiempo.

Vió a una chica salir del baño, en toalla, pero él estaba muerto y lo que menos podía hacer es que ella lo viera; así sea por un prolongado tiempo. Se maldijo por haber deseado tal ruego de muerte a la persona que aún desconocía. 

Broken HeartsWhere stories live. Discover now