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"Bampiro"
4 años

Lo primero que sentí al despertar fue un ardor en el cuello.

Camine al baño para iniciar mi primer día de clases en segundo año de preescolar. No estaba emocionado, pero quedarme en casa tampoco era muy divertido. Teníamos un costal llorando, gritando y esparciendo popo por todos lados. Me bastaba con haber pasado por esa etapa de manera inconsciente.

Acerque mi banco escalera al espejo y subí a el.

   —¡Increible!

Tenía dos marcas rojas en el cuello, una debajo de otra. Me acerque para poder verlas mejor, ladeando el cuello y estirando mi pijama para despejar el área. Estaban un poco hinchadas y se sentían calientes.

   —¡Un Bampiro! —concluí.

Era tan estúpido. No sabía siquiera escribir la palabra y mucho menos que eran solo fantasía.

Salí corriendo del baño, pero tratando de hacer el menor ruido posible. No creía que la gente estuviera preparada para un espécimen superior como yo, menos cuando estaba a punto de sacar mi lado más oscuro. 

Había deseado noches atrás, cuando mis padres me regañaron por no dirigirme a Nagisa como mi hermano o por su hombre, tener la oportunidad de deshacerme de él. Pensé que, si su madre había tenido la oportunidad de hacerlo, dejándolo en un orfanato porque no podía consevir el haber tenido un niño en vez de niña, yo podía  tener la misma suerte. Escuche todo eso de una señora que visitaba a mis padres cada mes.

El costal de popo estaba en una cuna que habían colado en la habitación de mis padres. Seguía durmiendo, abrazado a un peluche con forma de pulpo. Frunci el ceño.

   —Tomando mis cosas ¿eh?

Pase una mano entre los barrotes y sujete la suya. Era pequeña, palida, con unos dedos regordetes. Estaba fría. También la señora había dicho que el lugar donde había pasado su primer año Nagisa, era bastante frío y oscuro. Mis padres hacían todo lo posible porque no regresará a ese lugar, pero les angustiaba que yo pudiese provocarlo. La señora, que después entendí era una trabajadora social, le preocupaba que yo no estuviese preparado para tener un hermano.

   —No puedes lastimarlo por ningún motivo. —me pedía mi madre casi todos los días.

No era un niño muy obediente. Así que, a sabiendas de que mi padres se molestarían, acerque mi boca a su mano y le di una pequeña lamida, justo donde planeaba morderle. Tenía sabor a leche.

Le encaje los dientes con toda la fuerza que podía mi no tan desarrollada mandíbula. Empece a escuchar su llanto, un llamado de ayuda que atraeria a mis padres en segundos. Tenía que apresurarme. Arrancarle la vida. Arrancar ese peso de mi vida. Quedaban tan pocos segundos para lograrlo.

   —¡Karma!

Mi madre llego corriendo, descalsa, con un mandil rosa cubriendole. Me tomo del pecho con fuerza y tiro hasta que solté al costal de popo.

Escuche los gritos de mi padre desde las escaleras, jurando que me castigaria de por vida si había lastimado a Nagisa. Pero no podía prestarle atención. Estaba hipnotizado por los pequeños botones azules que me miraban, derretidos y rodeados por venas rojas. No se estaba muriendo, en lo absoluto. Brillaban llenos de dolor, de sufrimiento, de incertidumbre. No entendía porque le había lastimado. 

Me miraba, lo miraba.

Y en otras mil ocasiones, él terminaría llorando por mi culpa, sin quitarme la mirada ni un segundo. Porque no me tiene miedo, solo pena.

Mis padres tuvieron suerte de que la trabajadora se reportara enferma esa semana. Como no había visto nada anormal en casa, no tuvo problema en saltarse una visita. Estaba realmente feliz de que Nagisa hubiese encontrado un hogar. No podía soportar un día más viendo su cuerpo lleno de quemaduras y cortadas.

El ABC de la vida (Karmagisa) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora