Capítulo III

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— Pero si es tan pequeño. Sabes, cuando mi hijo nació parecía un frijol, estaba tan pequeño. — Comentó con algo de melancolía, acariciando la roja cabellera de su nieto. Una sonrisa de inmediato se formo ahora en sus labios, pero además de ser energética era tranquila y llena de amor.

— Él... Él sufría mucho, pero murió con una sonrisa en su pálido rostro. Sabe, creo que ahora le cuida. — Musitó dando un ligero golpe en su pecho manteniendo silencio por el difunto hijo de la señora.

No era un día caluroso, ni frío, era uno más templado, sin embargo, cualquier contacto con la nieve significaría un frívolo momento de amargura.
El pequeño Niven había dejado de llorar y sólo hacía un par de pucheros, mientras sus ojitos verdes se entre cerraban sin dormir nuevamente.

— En fin, es hora que lleve a este retoño a casa. Señor Alexander, señora Madeleine, me retiro, que pasen un lindo día. — Añadió la viejesilla ahora con la energía de nuevo, quizás ella era muy hiperactiva.

De inmediato, Madeleine bajó su cabeza formando una agría sonrisa resbalosa en sus labios descuidados, claramente no le agradaba la idea, pero era lo mejor para el menor.

— Claro. Gracias, igualmente. — dijo con melancolía pero sin borrar la sonrisa de su rostro. Cruzó sus brazos de forma amistosa observando por última vez al niño que nunca pudo tener.

Así fue como la señora mayor de edad se marchó del hogar de aquella pareja sin ningún primogénito.
La mujer llevaba a su nieto acobijado con una manta delgada pero caliente de color marrón oscuro, finamente cosida de trazo en trazo.

Y pasaron algunos minutos hasta que llegaron a la estación de tren más cercana, era lo más recomendable y económico de la época. Chesire, a paso fuerte, enterrando sus delgados tacones en el suelo de asfalto. Llegando a su primer destino, la estación, habían varias personas portando los relojes, sombreros, sacos, vestidos largos y cortos, apretados corsés y otras cosas de la época. Acercándose a la cabina, compró un solo boleto para el tren, ya que los menores de edad de cero a seis años no pagaban, era una considerable ventaja para la astuta anciana.

Con su mirada en alto esperó el vagón de tren menos lleno. Levantó su mirada para poder observar el reloj de la central, sin embargo, cada que se aproximaba con el niño en brazos no lo lograba.

— Que demonios... —

Refunfuñó sacudiendo el reloj propio alejándolo a la altura de su brazo hasta que volvió a funcionar bien, marcando las seis y cuarto de la tarde. Suspiró y lo atrajo nuevamente, observando como volvía al estado del que trataba de sacarlo, repitió algunas veces más aquel hecho, pero una última vez lo puso a la oreja del bebé que yacía dormido en sus brazos, observando como las manecillas giraban y giraban a más velocidad al lado contrario.
Sus ojos se abrieron como platos al descubrir eso. ¿Cómo un ser humano lograba hacer eso?. Es algo increíble con el sólo pensar, trató de darse una respuesta. «Quizás debe ser un campo electromagnético que hay justo aquí...». Pensó. Pero más que esa respuesta fuera lógica, era más desesperada por hallarla. Al pensar aquello, caminó y se movió unos pasos para revisar si realmente era eso.

— Bien... Supongamos que tú eres el que hace eso. Pero ¿cómo lo harías? Eres un mocosillo aún... —

Susurraba arrugando su entrecejo al entrar en duda. La realidad vino de golpe cuando el pequeño abrió por primera vez bien sus ojos, eran grandes y verdes claro, debió haber sacado el cabello y color de ojos de su padre y la inmensidad de estos de su madre , se veía tan lindo con esa tersa piel blanca.

— Aunque viéndote así, incluso pareces un vampiro. ¿No me drenarás la sangre cuando crezcas? —

Preguntó provocando tenues risas en el niño al momento que pegaba sus largos y huesudos dedos en su mejilla, acariciándola.

— Prometo que te cuidaré, hasta que tú lo puedas hacer por tí sólo. -

Musitó levantándose del asiento de cuero beige en el que venía el tren, habían llegado al segundo recorrido, aún quedaban algunos más, era tedioso ese camino eterno, pero era necesario.

Tomó un último tren hacia el hogar donde ella venía, el recorrido fue de tres horas en tren y otros cuarenta minutos a píe a la colina.
La respiración jadeante y fría de la señora era lo único que se escuchaba cuando estaba subiendo lentamente al lugar donde vivía, casi parecía que estaba tan lejos a propósito, como si estuviera todo planeado.
Retiró el sombrero lentamente de su blanca cabeza para ponerla sobre el rostro del bebé para evadir el frío, dejando las plumas fuera revoloteantes.
Abriendo la perilla de su hogar, haciéndola crujir gracias al frío, entró al lugar antes mencionado tirando las llaves en la mesa de madera que estaba al lado del perchero. El ambiente era uno tradicional y viejo, la señora llevaba bastante tiempo viviendo sola desde que relativamente su último hijo se había casado, en total tenía tres hijos, dos varones y el menor de quien correspondía el pelirrojo que ahora en adelante cuidaría y que ahora era el único vivo de su familia.

Niven sollozo suavemente al escuchar golpear el metal con la madera lo que daba entender que se había despertado nuevamente. Chesire removió la nieve de la cabeza del menor. Dejándolo suavemente recostado sobre el sofá para así terminar sus labores. Notó anteriormente que sería imposible medir la hora cuando el pequeño esté cerca, por lo tanto, para hacer quehaceres, procuraría alejarse de aquel.

— Trata de dormir pequeño, mañana me acompañaras por todo el día. —

Alzaba su voz, como si Niven pudiera entender sus palabras, exhaló pesadamente y se decidió a dormir junto con el bebé a la desgastada cama que tenía, recostándolo del lado de la pared poniendo almohadas a los lados para que este no se ladeara, descubrió su frente y plantó un beso sobre la misma.

— Descansa. —

Susurró, cerrando sus ojos para disponerse a dormir.

El Relojero | PAUSADADonde viven las historias. Descúbrelo ahora