4. La bruja y la mentira

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Un largo trecho los esperaba hasta Transilvania, era una pena encontrarse con Nosferatu y no poder convencerlo de unirse a ellos, pero la verdad era que no podían ofrecerle nada mejor

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Un largo trecho los esperaba hasta Transilvania, era una pena encontrarse con Nosferatu y no poder convencerlo de unirse a ellos, pero la verdad era que no podían ofrecerle nada mejor. Tampoco querían ser sus marineros, no era lo suyo. Vlad y Bladis tenían los pies sobre la tierra, y por más temido que Nosferatu fuera, no creían que la vida en alta mar fuera tan cómoda. Eso sí, entender que no estaban solos en el mundo les generaba esperanzas en el porvenir. A lo mejor sus caminos se cruzarían en el futuro. Por el momento era dar pasos pequeños, firmes, seguros, empezar todo desde cero con la certeza y la fe de que era posible renacer desde las cenizas.

—Primero, debemos alimentarnos —advirtió Vlad al ingresar a un nuevo pueblo, humilde y pequeño. Todavía era de noche, así que su llegada no llamaba la atención de nadie.

—¿Cómo? —Bladis resopló sin hallar respuesta—. Cuando era pequeño tomaba la sangre de los caídos; contigo, la de los soldados muertos y la que almacenábamos. ¿Cómo nos alimentaremos ahora?

—Me alegra que lo preguntes y que no lo asumas —rió Vlad—. Lo haremos como lo debe hacer cualquier vampiro. Ingresando al hogar de alguna doncella dormida, y si nos descubre diremos que somos... no sé ¡íncubos!

—¿Íncubos?

—Sí —asintió Vlad—, nuestros antepasados se alimentaban así. De este modo nacieron las leyendas de los íncubos y súcubos.

—No voy a quejarme, mi boca ya empieza a sentirse reseca. —Bladis se relamió, mojando sus labios con su lengua.

—No deberías, esta forma de comer me hace pensar mucho en la relación con los humanos —musitó Vlad en tanto caminaban hacia alguna casa con las ventanas abiertas—. Ellos nos alimentan, nos dan la calidez de su cuerpo, nosotros, a cambio, le damos salud y bienestar, curamos cualquier mal en su cuerpo, ¡qué gran mundo sería su pudiéramos llevarnos bien!

—O mejor dicho si ellos no nos trataran como demonios —resopló Bladis.

—Nos temen —explicó Vlad, y de inmediato señaló una ventana de una humilde cabaña rodeada de un corral—. Allí, vamos.

Ambos vampiros rodearon la pequeña y humilde morada de aquel vetusto pueblo. Bladis se asomó primero a la ventana. Allí la vio, a su presa. Una jovencita cuya niñez seguía impresa en su rostro inocente, ella reposaba en una mata de paja seca y algunos trapos. Parecía haber tenido un largo día. Sus manos y pies estaban llenos de tierra, su boca medio abierta babeaba, sus cabellos rubios se encontraban enredados y repletos de hojas y basura.

Tanto Bladis como Vlad, ingresaron al pequeño espacio en donde la humana reposaba. La tomaron de las manos y sacudieron un poco la tierra que la ensuciaba. No se inmutó.

Bladis apretó sus puños y sus labios, no se animaba a hacerlo por varias razones. Se sentía como un sucio depredador.

—No sentirá nada lascivo si duerme —susurró Vlad—, solo tendrá dulces sueños.

Mil años de arsénicoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora