17. El único rey

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Los años fueron pasando, y el torrente de violencia se aplacaba convirtiéndose en monotonía, otra vez

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Los años fueron pasando, y el torrente de violencia se aplacaba convirtiéndose en monotonía, otra vez. Madeline, en ningún momento, perdía la costumbre de querer matarlo, solo para recordarle su odio. Bladis decidió mantener la distancia con ella, pues vivían bajo el mismo techo, la única diferencia era que ya no la acosaba, ya no la buscaba para conversar, ya no se acostaba en su cama. Ella entendía que, tras ese error, era la dueña de decidir el final de todo ese drama, aunque ni ella sabía cómo acabarlo. Se había acostumbrado demasiado a esa vida, se había acostumbrado a él. A veces deseaba seguir de pie para torturarlo o matarlo, a veces deseaba comprenderlo un poco, otras veces deseaba que la partiera un rayo.

Tras un siglo, Bladis engendró unos cuantos hijos a los que, mal que mal, crió. Sin embargo las cosas se volvían tensas por las relaciones de poder, y unos contra otros se mataban. La morada Arsenic era un castillo de discordia continua, en la que Madeline solo espiaba de refilón. El viejo vampiro vivía en la miseria que merecía.

Con ninguna mujer perduró, tampoco tuvo un gran harem, cosa que impulsaba a hacer a sus hijos, a los que ante la mínima traición asesinaba sin piedad. Bladis podía ser cada vez más frío y distante de lo que una vez había sido, cada vez era más calculador e insensible, cada vez se abstraía más en un mundo sin sentido, en el que permanecía porque su naturaleza era así: eterna.

Algunos decidían quitarse la vida, cansados de lo mismo, asqueados de sus pecados. Primero, Griselda Báthory se prendió fuego, junto a su biblioteca y sus experimentos de elixires y pócimas. Se había cansado de ello, de la vida de vampiro, de las penumbras, del odio. No obstante jamás reparó en las miradas de sus hijas mayores: Catalina e Imara que habían estado en el castillo al momento de ver el cuerpo en carne viva retorcerse entre gritos infernales hasta el final.

El segundo fue Klaus, luego de haber embarazado a Victoria incontables veces, de haberla enloquecido por completo, de haberle arruinado la vida, volviéndola una monstruo repulsivo, él se arrancó el corazón como lo había hecho Katherine.

Por otro lado, familias como los Leone o los Belmont, buscaban el reconocimiento constante de toda la hermandad. Querían ser más fuertes, más poderosos, estar a la par de los primeros vampiros. Mientras que Vlad decidía alejarse para siempre de la hermandad que había ayudado a forjar.

—¿Qué piensas hacer? —preguntaba Bladis a Vlad Dragen, los dos primeros ahora eran los más viejos y poderosos, pero si Vlad se iba Bladis quedaría en la cima.

—Tu hijo menor mató a mi mujer, ¿te parece poco? —recriminó Vlad, empacando sus cosas—. ¡Ese cerdo de Nikola es un demonio!

—Es un idiota, pero no lo culpes. —Bladis suspiró, sin dar importancia a la mirada llorosa de su compañero—. Nosotros creamos la diferencia de linaje y razas, tu mujer era una humana convertida. Se nos está prohibido tener a impuros en un estatus más alto al que pertenecen. Nikola solo sigue las reglas, nada más.

—¿Por eso sigues torturando a Madeline?

—Yo no le hago nada, es un tema pasado. —Bladis dio vueltas a la habitación—. Ella no se quiere ir, no puede suicidarse. No tengo nada que hacer.

Mil años de arsénicoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora