Las cuatro promesas
O el día en el que Sherlock deja de ser un misterio.Molly siempre ha tenido paciencia con él por infinitud de razones que se resumían, realmente, en una: era su amor de instituto. Pero por más cosas, por supuesto.
Sherlock siempre parecía vivir solo en el mundo, sin responder ante nadie ni fingir un mínimo de cordialidad. Ni siquiera ante los profesores, ni ante ella. ¡Tampoco debería, por supuesto! Pero al menos Molly se sentiría menos estúpida, porque a veces llegaba a pensar que el tonto de capirote se mofaba de ella a conciencia.
—¿Te has cortado el pelo, Molly? —sí, por supuesto, porque le llegaron rumores de que a Sherlock le gustaban con el pelo corto—. Te quedaba mejor largo.
—¿Has empezado a maquillarte? —fue porque notó cómo miraba a aquella chica un curso por delante. Con fascinación y genuina curiosidad—. El rojo no es tu color.
—¿Has dejado de maquillarte? No deberías, ahora la boca se te ve pequeña.
Sherlock siempre se daba cuenta de sus cambios, pero no del por qué de ellos. Con el tiempo, Molly Hooper aprendió que la cabeza de su primer amor no daba para más y que nunca captaría su atención un mínimo para que decidiese desentrañar los misterios que formaban lo que ella era.
Sin embargo, Sherlock siempre intentaba desentrañar lo que pensaba John Watson. Cuando entrenaba el equipo de futbol —a John se le daba increíblemente bien eso del deporte—, o en la biblioteca mientras Watson se preparaba para un examen verdaderamente difícil de Química —quería estudiar medicina, por eso habían coincido en el instituto—.
Molly siempre sabía cuándo Sherlock se perdía en el océano embravecido que eran los ojos de John Watson, porque adquirían el mismo brillo enfermizo de ansiedad por saber qué significaba algo cuando leía un libro especialmente difícil.
—¿Cuándo le vas a decir? —se atrevió a preguntarle un almuerzo. Sherlock le taladró con sus ojos garzos, fríos como el hielo y cortantes como el acero; Molly sintió un nudo en la garganta, como siempre que la asfixiante atención de su compañero recaía sobre ella—. Quiero decir, se nota bastante que te gusta y no parece ser muy consciente... Tal vez...
La expresión de hastío que recibió la molestó.
—Por favor, Molly —dramatizó él, descruzando las piernas con elegancia innata y volviendo a adquirir otra postura. Como un gato molesto y al acecho. Sí—, no hay nada que contar.
—¿Por qué no?
Aquello estaba mal, gritaba su mente. Su ira creció ante la mirada desdeñosa de Sherlock, como si la hubiese insultado a ella y a sus propios sentimientos por no atreverse a contar los suyos.
—Porque no.
—¿Pretendes estar a su lado toda tu vida, sufriendo en silencio y fingiendo que no pasa nada? —alzó un poco la voz, y captó la atención de varios alumnos que, como ellos, estaban almorzando en la cafetería del instituto. Se obligó a tranquilizarse—. Todos merecen una oportunidad de expresar lo que sienten, ¡y no solo hablo de ti!
Pensó en John soportando las chiquilladas de Sherlock, interrumpiendo sus citas porque a este le venía en gana. En John siguiendo a Sherlock con la mirada allá por dónde iban porque sabía que podría meterse en algún lío y sería él quien le rescataría, de alguna u otra manera.
¡Por Dios bendito, hasta gastaban bromas a Mycroft juntos!
John también tenía derecho a tener esperanzas. Solo porque Sherlock pensase tan pobremente de sí mismo en ese aspecto y creyese que no se merece al bueno e increíble —pero sobre todo bueno— de John Watson no era razón suficiente para negarles a ambos la felicidad que se merecían.
¡No, señor!
Dio un suave manotazo en la mesa. Sherlock la miró sorprendido, siendo interrumpido antes de poder abrir la boca siquiera.
—Prometo no decir nada de esto, aunque estoy segura de que tu hermano Mycroft ya lo sabe —susurró Molly—. Prometo que siempre estaré ahí por si tienes que hablar de esto, porque es duro no poder contarle a tu mejor amigo problemas tan asfixiantes como el amor —siguió, aún cuando notó su visión nublarse por las lágrimas—. También te prometo que no perderías nada por decírselo, Sherlock, pero ante todo te prometo que si considero que la situación se te escapa de las manos pienso intervenir, y nadie va a poder pararme.
Los dedos huesudos y alargados de Sherlock limpiaron las tímidas lágrimas que empezaban a recorrer por sus mejillas. La mirada fría se había suavizado, reconociendo las lágrimas que él no podría derramar nunca en los ojos color chocolate de su amiga.
—Gracias, Molly.
Dos meses más tarde, Sherlock enfermaría y Molly le daría la oportunidad de decirlo todo al mandar a John a su casa. Oportunidad desperdiciada, por supuesto.
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Los Holmes
FanfictionLos hermanos Holmes eran raros, pero a John no parecía importarle demasiado.